La cara vieja.


Ella tomaba una taza de té de menta como todas las tardes mientras veía por la ventana a un jardín un tanto descuidado. De vez en cuando recordaba que estaba en una silla mecedora y ponía su pie contra un buró para impulsarse. Parpadeaba lo mínimo. Esperaba a que el aire que entraba por la ventana le secara lo que se encontraba bajo sus cargados párpados. Esos párpados que llevaban encima tantas añoranzas. Podías ver, sin embargo, que en algún tiempo, detrás de esas arrugas, los blancos cabellos, el paño en su piel y toda la ancianidad, ella había sido una mujer muy bella.

Un par de décadas atrás ella aún hacía titubear el respirar de hombres mucho más jóvenes que ella. Era una mujer con clase, distinguida y de una apariencia formidable. Esas cualidades atemporales habían estado presentes desde su juventud. Cuando un compañero de su clase de arte le había descubierto mujer rondando los 16 años. Ese fue el primero de dos amores que tendría en toda su vida. Ese amorío infantil duró lo que tardó en llegar la guerra a su pueblo. Pero ningún brío que ella poseyó en la flor de su vida se comparó al fulgor que se apoderó de ella cuando conoció a quién sería el amor de su vida.

Era una mujer con gracia para mover incluso la cuchara con la que mezclaba el té por las mañanas. Cuando caminaba rumbo a la facultad, los hombres que trabajaban en la construcción, fábricas y mercados le seguían con la mirada y alguno de ellas se envalentonaba para decirle algún piropo; cosa que no hacían cuando estaban solos porque los intimidaba su elegancia.

La escuela la cargaba con tareas conforme se aproximaba su graduación, así que las tardes se las pasaba estudiando en la biblioteca del ayuntamiento. Una de esas tardes de otoño, un muchacho de veintitantos o treinta años a lo mucho entró a la biblioteca. Él se hizo presente por el aroma que dejaba tras su andar y el rechinar de sus zapatos de charol contra la duela de la biblioteca. Ella estaba buscando distraerse después de estar leyendo varias horas sobre la revolución industrial y el impacto que tendría en el mundo, por lo que andaba divagando por los estantes y al sacar un libro del primer estante de la librería, por el hueco entre los libreros le vio llegar a la recepción. El preguntaba algo a la bibliotecaria y ella sonriéndole le hizo un gesto con la mano para que le siguiera. Ella encontró su distracción. Le siguió entre los pasillos hasta llegar a libros de matemáticas. La señorita le dijo que si necesitaba cualquier cosa, y enfatizó que no exactamente de libros, no dudara en llamarle y se marchó. Entre los estantes ella reparó en lo sucedido y no pudo evitar reír. Era la primera vez que miraba el otro lado de la historia. Que un hombre causará ese impacto en una fémina. Entonces rio tan alto que logró escucharle. Él inclinó la cabeza para identificarla pero decidió seguir adelante en su cacería de libros.

—¿Fumas? —preguntó ella.

—¿Perdón? —le dijo tras echarle un vistazo fugaz y continuar buscando con su dedo por los libros del estante.

—El aroma te delata —respondió— llevas colonia pero se sigue percibiendo el olor.

Él volteó a verle disgustado. Reveló entonces su perfil izquierdo junto con la mancha de grasa que llevaba en la barbilla.

—Y llevas grasa en tu rostro, entonces… ¿Eres un mecánico?

— No me llevo con tu tipo —volvió a los libros.

— ¿Mi tipo?¡¿A qué te refieres?!

—¡Silencio! —irrumpió la bibliotecaria con los ojos bien abiertos hacia ella. Después le aventó una mirada de indignación al hombre y se perdió entre los libreros.

—Buena charla —tomaba un libro de  matemáticas básicas bajo el brazo—. Buen día señorita. Que tenga una buena vida.

Ella ahogó un suspiro. Era la primera vez que alguien había sido grosero con ella, es más, era la primera vez que alguien de su edad no había intentado conquistarle de alguna manera.

Al salir por la puerta, le despidió la sonrisa de la señorita del escritorio. Luego ella misma volteó a ver con desdén a la chica. Ella se quedó de una pieza frente a las mesas de lectura, le costaba procesar aquel encuentro.

Pasaron unas semanas hasta que entre la clase obrera que se enfilaba en la acera para empezar su jornada en la fábrica del pueblo reconoció el rostro del muchacho nuevamente. El orgullo de ella era tal, que cruzó la calle, aguantó los silbidos y halagos para hablar con él.

—¡Sabía que eras un mecánico! —sostenía el índice a unos centímetros de su rostro.

—¡Otra vez tú! —dijo rodando los ojos y echando su cabeza hacia atrás— ¿Qué es lo que quieres?

—¡Dale lo que quiere! —Hacían la bulla los obreros en la fila mientras otros silbaban— ¡No la dejes ir viva!

Ella cruzó los brazos y dejo caer la cadera un poco hacia la izquierda mientras daba golpecitos con su pie derecho sobre el piso. Él echó un vistazo a sus colegas y lanzó una sonrisa juguetona a sus compañeros.

—Déjalo ir ¿Ok? No volverá a darse. ¡Me tuviste, no me aprovechaste, no vengas a rogarme!

Se hizo un escándalo en la fila y daban saltos.

—¡¿Rogarte?! —dijo con un gesto de asco. Dirigió la mirada a los rostros pícaros de los obreros y descubrió el embrolló en el que se había metido. Hizo un pequeño berrinche, dio media vuelta y empezó a caminar hacia la otra acera.

En su caminata sopesaba si la situación merecía la humillación. Fue que escuchó al muchacho alardear con sus amigos sobre su virilidad lo que la hizo decidirse.

—¡¿Matemáticas básicas?! —Gritó desde media calle—. Sí, vi lo que llevabas. ¡No me sorprende! Un ingeniero sabría sumar y restar.

La burla se tornó provocación hacia él.

—¿Sabes qué? Ya estuvo bueno —dijo para sí.

Le dio su lonchera al de al lado y cruzó la calle. Se paró frente a ella. Era notablemente más alto que la chica.

—¿Qué contigo?¿Qué buscas lograr?¿Quieres probar mi inteligencia? Hazlo.

—Aquí no. Ha sido mucha la vergüenza que he pasado ya.

—Bien ¿Qué sugieres?

—Mañana cena a las siete en el restaurante de Don Leo.

—No. Pasado mañana en el parque… a las cinco.

Ella sonrió y asintieron con la cabeza. Ella se fue caminando por la acera y él tomó una buena vista de ella al caminar. Al regresar los otros obreros lo vitorearon por aquella hazaña de masculinidad y les siguió el juego.

Toda la tarde y el siguiente día se la pasaron pensando uno en el otro.

Llegó pues el día en que iban a verse. El salió a las cuatro y se fue a tomar una ducha y arreglarse para su cita. Ella llegó de la escuela con su mochila. Él la esperaba en una banca frente a un kiosco

—Mira si no eres una monada… te has arreglado para verme —le dijo ella mientras se acercaba.

A él le molestó el comentario.

—No te sientas especial —respondió— tengo otra cita después.

—No te creo nada. En fin ¿Puedo sentarme?

—Supongo…

Se sentó junto a él y sostenían la mirada fija en el kiosco.

—Está lindo el kiosco ¿no?

—Supongo.

—¿Qué con el libro?

—No era para mi.

—¿Para quién era enton…

—¿Por qué eres tan agresivamente fastidiosa conmigo? —la interrumpió.

—¡Era un juego!

—Juegas raro.

—¡Por supuesto que no! —fruncía el ceño a la vez que arrugaba un poco la nariz y dejaba entreabierta a boca.

Él le vio bien el gesto.

—Ja, es la primera vez que alguien no te tira los perros ¿cierto? —Espetó una risa—. Ya lo creo todo el mundo va por ahí tratando de conquistarte porque eres hermosa y tienes este vaivén que hipnotiza a todos cuando caminas.

Él sacudía su cabeza al reír y ella solo pudo escuchar una cosa.

—¿Te parezco hermosa?

Había perdido la cuenta de las veces que le habían reconocido su belleza, pero de esta vez de verdad le intrigaba escucharlo.

—Bueno… no es como qué… —se acomodaba en el asiento. Dirigía la mirada al kiosco, luego a ella, después al kiosco de nuevo y luego a ella otra vez— es que es algo que… digo… cualquiera que te ve… sí… sí eres muy linda.

Se sonrojó más que aquella vez cuando escuchó a un hombre halagarla por primera vez. Ese intercambio de sonrisas sirvió para derretir el orgullo de ambos. La conversación se tornó mucho más pacífica desde entonces.

Empezaron a frecuentarse un par de veces a la semana, posteriormente una vez al día y terminaron necesitando su compañía tanto como fuera posible. Nadie en el pueblo le decía piropos porque temían que novio corpulento y de carácter fuerte les diera una paliza por ello.  Él la acompañaba todas las mañanas a tomar el autobús para, después del sufrimiento de despedirse, regresar la mitad del camino a donde estaba su trabajo. Al salir se veían entre los estantes de libros de la misma biblioteca para poder tenerse cerca y sentir derretirse en los brazos del otro entre besos y caricias. De vez en cuando el llevaba libros educativos. Por las noches se escabullía en la habitación de ella para charlar hasta que el sueño la vencía y se marchaba sin que sus padres se dieran cuenta. Charlaban de todo tipo de trivialidades, sin embargo, cuando hablaban del pasado de él en el orfanato él se apresuraba a distraerle con algún otro tópico. Siempre estaban embelesados y parecían estar bajo un encantamiento.

No es que hayan cambiado sus humanidades tan fuertes sino que estaban bajo el hechizo de un amor más poderoso que cualquier virtud, cualquier defecto, cualquier idea o cualquier guerra que estuviera desarrollándose.
Pasados diez meses de esa rutina amorosa, la citó nuevamente frente al kiosco para pedirle que se casara con ella. Ella no lo pensó y esa misma tarde se casaron en la oficina del registro civil.

Llevaban un par de años economía difícil y pleitos hogareños cuando él la citó nuevamente en el parque. Él llegó de la fábrica donde ya ocupaba un puesto de oficina y ella llegó con el uniforme de enfermera. Él estaba serio como la primera vez que se vieron. Su mirada fija al frente e ignoraba las preguntas de ella. Le vio mejor el rostro e identificó que algo le estaba robando el semblante. Ella lo agitó un poco para que reaccionara y él le pasó una carta. La carta era de un orfanato donde le decían que un joven de diecisiete años, a un año de salir del lugar, había muerto debido a una pelea callejera hacía unos días. Él tenía los ojos hechos un mar pero no arrojaba ni una lágrima.

—Los libros —dijo con dificultad mientras tragaba en seco—, eran para él.

—Matemáticas básicas —recordó en voz baja.

—Siempre le dije que no se metiera en esos problemas… era un buen muchacho… tenía una vida difícil… eso era todo —un par de lágrimas recorrían su mejilla.

—Cariño lo siento tanto —ponía su mano sobre las manos de él.

—La guerra…

—¿Qué sucede?

—Me haré voluntario —le dirigía una mirada fría a pesar de las lágrimas—, me voy a ofrecer para ir al frente.

—¡No entiendo de qué hablas! Vamos a casa —decía llorando.

—No puedo... —quitó su manos de sobre de él.

La dejo llorando inconsolable y él se fue. Ella nunca entendió que un hombre nunca puede abandonar sus demonios del pasado. Ese lastre emocional que le acompañaría toda su vida y que no había sido capaz de confiárselo a ella para sobrellevar sus traumas juntos. Él tampoco comprendió lo que el lastre que le estaba dando a ella ahora.

Algunos años después el volvió al pueblo y la vio sentada en su parque. Él se quedó a la distancia y le observó hasta que quiso. Ella estaba allí viendo el kiosco. Tenía una serenidad que resaltaba el porte tan fino que siempre había sido su firma. Él no se acercó, no le dijo nada y solamente sonrió antes de irse.
Ella siguió su vida a la medida de lo posible. Era una abuela feliz. Tenía días buenos y días malos. Pronto los días malos le ganaron a los buenos hasta que terminó pasando sus días en esa mecedora frente al jardín. Estancada en un amor que le había hecho tan feliz.

En su enfermedad encontraba verdadera paz al ver ese descuidado jardín por la ventana. Le traía la remembranza del jardín frente al kiosco donde amó locamente a aquel hombre. Eso la hacía sonreír. Tomaba pequeños sorgos de té por ratos. Los miércoles se arreglaba y se ponía sus mejores galas para sentarse allí y esperar. Su mente recordaba que los miércoles eran especiales pero no sabía exactamente por qué. Era entonces que sentía la mano sobre su hombro y esbozaba una gran sonrisa.

—¿Cómo está mi chica? —le decía el muchacho.

—¡Volviste! —decía sonriendo.

—Claro que volví. Jamás te dejaría.

—Todo sigue igual ¿no?

—Tienes una hija y un nieto ¿Lo sabías? Él se parece mucho a ti. Es todo un galán.

Él muchacho sonreía.

—Ya lo creo.

—Se llama Benjamín como su papá.

—Me muero de ganas por conocerlo.

—Te va a encantar. —se quedó seria un instante.

—¿Qué pasa?¿Algo te molesta?

—¿Por qué traes la cara vieja?

—¿A que te refieres? —decía pensando en la ironía que significaba aquello.

—Tu cara, es la vieja —le decía al joven alto y robusto que ahora se encontraba sentado frente a ella sosteniéndole las manos.

—No entiendo —sonreía extrañado.

—¡Que es la que tenías en los viejos tiempos! —reía— Mi nueva cara es esta, con arrugas y canas. Pero tú sigues igual que antes. Tan masculino y joven como te conocí en aquel kiosco.

Al pronunciar las últimas palabras miró el jardín por la ventana y se perdió en él. Le dejó las manos para tomar té. El tiempo pasaba y ella no reaccionaba. Él se le acercó para darle un beso en la frente y abrazarla. Ella seguía inmóvil viendo el jardín hasta que sintió el beso en su frente y volteó a verle.

—Te quiero Verónica —dijo el muchacho.

—Yo más que a nadie, Oscar, te amo —dijo presionándole fuerte los brazos.

Y siguió viendo el jardín.

El joven caminó hacia la salida y se topó con una mujer con uniforme.

—¿Terminó la visita? —preguntó la enfermera mientras le daba un bolígrafo para que registrara su visita en una hoja que estaba sobre la barra.

—Sí hoy está más ausente que otras veces ¿Le puedo pedir algo? —Decía escribiendo su nombre en la hoja— Es algo simple, pero aunque no lo diga  —le pasaba el bolígrafo junto con un billete—, a mi abuela le gusta el jardín de su ventana así, descuidado y todo. Entonces si es posible por favor no lo arreglen tanto, solo lo suficiente para mantenerlo igual ¿Está bien?

—No hay problema, hijo —dijo la enfermera tomando las cosas.


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