El pueblo que salía a bañarse bajo la lluvia.

I.               EL PASAJERO.

 

Una vez en el aire me pongo más cómodo. Desabrocho mi cinturón, dejo libre el primer botón del pantalón de mezclilla rasgado que llevo y pido una bebida.  Juego con mis brazaletes mientras veo por la ventana algunas nubes que captan mi atención. No logro distinguir la última y estamos por perderla de vista así que me pego al cristal con nariz y gafas. Lo hago tan intenso que me golpeo con el armazón de mis gafas sobre el tabique de mi nariz. El sonido del impacto de los cristales perturba el sueño de mi acompañante. Al levantarse el antifaz para dormir que llevaba puesto despeina más su larga cabellera y batalla para despegar los ojos.

 

—Disculpe, no quería despertarla —digo.

—No hay —bosteza— problema. Ya debería haber despertado, me gusta despertar antes de que vayamos a aterrizar.

—¡Pero qué dice! Si vamos despegando.

—¿De verdad? ¡Vaya! Que buena siesta me he aventado.

—No lo mencione —me sigo sobando mi nariz—, uno pensaría que el despegue la iba a mover, pero ni eso.

—¿Está bien? —la somnolencia va abandonándola mientras la curiosidad le invade.

—Sí, eso creo.

 

Me pongo las gafas nuevamente. No logro ver bien así que les paso un trapito limpiador y vuelvo a colocarlas en su lugar. Las dejo deslizar un poco por mi nariz y me presiono contra la ventana. La nube se ha ido. Dejo salir mi decepción a forma de una profunda exhalación.

—¿Qué pasa? —pregunta.

—Nada, solo se me ha escapado una vista increíble.

—No sé si sea usted de esas personas que les gusta disfrutar un buen momento —subo mis gafas para verle bien—. Pero yo sí, y se me fue ese por torpe.

—Ya veo. —Toma un vistazo intrépido de la forma más discreta que pudo a mis brazaletes, quizá ve mi pantalón desabrochado y ve que me he quitado las zapatillas deportivas para revelar unos pies bajo el asiento de frente.

—¿Ah sí?

—Sí, se ve que es de esas personas que les gusta la comodidad.

—Y su tono me dice que usted le gusta vivir apegada a un horario.

—¿Gustarme? —aprisiona una carcajada— No, no es de gustos amigo. Es de vida de adulto, trabajo, juntas, viajes de trabajo. De hecho voy a una cita de negocios justo ahora.

—¿Quiere decirme que se dirige a Los Mochis?

—Ajá. Bueno, más o menos. Es complicado. Voy cerca de allí a un pueblo raro y apartado.

—¿Y hay negocios allí?

—No… no sé… no lo parece —para estas alturas ya está sacando su neceser y algunos utensilios de maquillaje.

—Suena divertido.

Veo cómo saca el arsenal de cosas de una bolsa que juraría tiene un agujero de gusano en el fondo porque empieza a tomar cosas de allí, pero no parece acabar nunca. Toma dos neceser y los pone en su regazo, saca una tableta, un celular, una portátil pequeña, un cargador eléctrico, un gas pimienta, un juego de llaves, un segundo juego de llaves, una botellita de gel antibacterial y maldice un poco por no encontrar lo que quiere. Entonces se percata que no le quito la mirada de encima con asombro. Frunce un poco el ceño y enchueca la boca, pero no tiene tiempo para desquitarse conmigo. Sigue sacando más cargadores, una cartera, una libreta, un par de plumas y una sonrisa se le dibuja en el rostro.

—¡TE ENCONTRÉ! — dice levantando en el aire un espejo de mano sosteniéndolo de un mango muy mono.

Ahora el que salta soy yo. Me sobresalto entero.

—¡JA! —sigue festejando.

—Pensé que quería dormir.

—Ya se me ha ido el sueño. Además si le da por jugar a la batería con sus lentes y la ventanilla ¿quién podría dormir? —sonríe.

—Claro —digo acomodándome en el asiento y volviendo la vista al frente. Recuperándome de apoco del frenesí de buscar en la bolsa de una dama. Llevo mi mano derecha involuntaria hacia  el bolsillo de mi pantalón y reviso su interior. Dos monedas, mi identificación y se acabó. Hago el experimento del lado izquierdo y descubro el par de llaves que me han acompañado desde hace mucho.

—Somos muy diferentes —digo riendo.

—¿Acaba de enterarse?

Llevo ambas manos a la botonera de mi pantalón de mezclilla y ella se alarma. La miro sugiriendo lo que sea que haya imaginado yo intento, no sería posible ni en tres milenios. Abrocho mi pantalón. Ella no pierde la alarma del todo. Le pido me deje salir. Forma con sus brazos una canastilla donde pone su maquillaje y todo lo demás para poder salir sin tumbar nada. Paso con esfuerzo frente a ella y pateo por accidente al pasajero de un lado. Este pasajero es un señor gordo que no ha hecho ningún comentario de nada y solo está roncando plácidamente. Cuando lo golpeó con mi pierna por accidente solo se resume a gruñir un poco y conciliar un sonoro ronquido. Miro a la joven de junto y compartimos el chiste en silencio. Ella vuelve a su maquillaje y yo vuelvo a lo mío.

Tomo del compartimento superior una maleta de mano para llevármela al baño. Esa maleta lleva un traje negro que mandé a hacer a la medida en la Ciudad de México en la calle de los sastres con un viejo que sabe lo que hace. Porque si hay algo que a mí me gusta más que una buena vista con las nubes desde el cielo, es esa sensación de ir bien vestido. Sentir como acaricia tu piel un buen traje y reafirma tu postura al caminar. Sabes que llevas algo bien puesto cuando tu confianza se reafirma por el hecho de vestirlo. Y este viaje lo hice solo para comprar eso, me gasté mis vacaciones anuales permitidas en un traje. No puedo esperar a ponérmelo para salir al festival de la lluvia. Pero si algo sé es que hay que vestir bien cuanto antes porque hasta donde sé este avión se puede caer en cualquier momento. Además, le vendría bien a la señorita de junto aprender a no juzgar a un libro por su portada.

 

Salgo del baño con el traje negro puesto. Me queda como leyenda. También me puse una fresca camisa blanca impecable. Los zapatos negros brillan de nuevos y el cinturón es sutil pero cumple como condenado. La fragancia es la que usaba mi abuelo, un hombre adelantado a su época. El cabello ha recibido la debida atención con crema para peinar y un pequeño cepillo de bolsillo que me ha acompañado desde hace años. Y camino como si yo fuera el dueño de la avecita de metal.

Cuando llega a mi lugar ella apenas va por el ojo derecho con todo su armamento y yo hago una pausa intencionada antes de patear al gordo de junto. Se acomoda en el asiento el señor roncador y yo paso a pedir permiso para no estorbar en su maquillaje. Entonces me ve. Abre la boca y se percata de inmediato de esto. Vuelve a su maquillaje y dice que pase con confianza.

Me dejo caer en el asiento de manera cómoda y esto ocasiona una pequeña onda expansiva de aire hacia los lados que lleva mi perfume justo hacia su olfato.

—Al parecer el olor se ha solucionado —me comenta.

—¡Vaya que es delicada!

Me agacho por mi zapatos que había dejado frente mi asiento. Los tomo con la zurda y le digo si me permite pasar de nuevo. Antes que haya terminado de formular mi petición ella me ve fastidiada. Le comento que eso puede esperar.

—Le comento rapidísimo —le digo apoyándome sobre mi codo derecho en el descansabrazos—. Usted necesita vivir más la vida. Vivir acá afuera. No metida en su maquillaje y en sus negocios, con todo respeto.

—¿Cómo se atreve a meterse en lo que no le incumbe? —replica.

—Tiene razón, aún no me incumbe.

La veo sereno. Con una pequeña mueca incontrolable pintándome el pensamiento sobre la cara y siento que ella percibe que este viaje le ha puesto en una situación extraña. Ya ha terminado con los ojos y ahora sigue con los labios. Veo que tiembla un poco su mano. Quizá me estoy adelantando unos días. Clavó mi cabeza en la ventanilla y veo las nubes pasar.

—Mejor cuénteme qué siente al maquillarse —digo sin dirigirle la mirada.

—¿Cómo?

—Que me cuente sobre las sensaciones que le provoca maquillarse.

Aunque no la veo, puedo apostar que ella ha verificado si el señor de la derecha sigue dormido o ha despertado. No sabe que va sedado como si fuera elefante, y aunque lo parezca, no lo es. Repito la demanda.

—¿Sensaciones? —Se encuentra presente una risita de niña pequeña que está por ser descubierta— No sé, me gusta cómo me veo después de hacerlo supongo. Me veo bonita.

—Bien. Entonces lo disfruta ¿qué más ronda su cuerpo cuando está pasando el lápiz para labios sobre su boca? ¿No se siente más… segura?

—Claro, creo.

—Bien. Entonces no es todo horarios con usted.

Debo tranquilizarla así que limitaré mi conversación a esto por ahora. No quiero levantar sospechas. No la veo ni siquiera de reojo. Me concentro en las nubes del amanecer. Las nubes me parecen cada vez más lindas. Estamos cerca a nuestro destino. La señal de abrochar los cinturones viene acompañada de una voz que dice que en unos minutos aterrizaremos. El vuelo fue más ligero que las nubes que sigo viendo. Ahora veo al frente. Recuerdo que vengo a un lado de la pasajera nerviosa.

—¿Cómo se siente al aterrizar?

—Más segura —dice certera.

—Curioso, ¿no cree? Como no somos creaturas voladoras y podemos experimentar todo esto que nos aborda cuando nos elevamos y descendemos. Tantas sensaciones que no experimentaríamos de ningún otro modo. Y aquí algunos se lo han  pasado pensando en quien sabe qué tanto sin pararse a reflexionar en lo que sentimos, lo que vivimos. —Le busco los ojos cafés que tiene tan atrayentes— Para muchos, esta vida será muy corta. ¿Cree usted que su vida será cortada pronto?

—…

—Piénselo la próxima vez que vaya a maquillarse.

En el aeropuerto, bajo pronto y me dirijo a la salida donde deberían de estar esperándome. Con la bolsa de mano en la mano y el traje bien puesto salgo por las puertas eléctricas y veo el coche que viene por mí. Un Lincoln Continental del 64. Y es la tercera cosa que más me llena en el mundo, la segunda son los trajes.

Me pregunta el chofer si podemos partir. Sacudo la cabeza. Miro sobre mi hombro y alcanzo a ver a la pasajera con mil maletas y llegando a pedir un taxi. No se percata que la estoy viendo.

—¡Oiga! ¿Necesita que la lleve?

—No —voltea a verme y las alarmas se encienden—. No para nada.

Me acerco para insistir en mi oferta.

—No se moleste señor. —dice viéndome a la cara y sin reconocerme. Esta es mi señal que debo volver pronto. No ha pasado tanto de que bajé del avión y el calor ya está jugándome una treta.

El reflejo del taxi que está por abordar me regala una vista a lo que huyo más. Mis mejillas se han vuelto flácidas en segundos y los ojos se están llenando de bolsas. El cabello blanco sobre mi cabeza y la fuerza de mi espalda se empieza a marchar. Abro la puerta y la invito a pasar. Veo a su taxi hacerse pequeño sobre la carretera y sonrío. Aunque tenga mis dudas, sé que está ahí adentro. Le hago una seña a mi amigo y nos vamos hacia el pueblo un poco al norte de la ciudad y desviándose por un tramo de camino de tierra.

 

 

 

II.            LA PASAJERA

Subo al taxi y trato de olvidar al joven loco que me he cruzado en el avión. Tenía la incertidumbre si era un raro asocial con problemas para ligar o era un psicópata asesino en potencia. Estoy lista para encontrarme con el señor que me ha contratado, preguntarle si acepta que entre la empresa allí y regresar lo más pronto a la ciudad.

—¿Hacia dónde se dirige? —pregunta el conductor.

—Lléveme a una central de autobuses, si es tan amable.

—Claro que sí. Entonces seguirá viajando.

—Así es. Debo ir a Quihuabampo. Creo que así se pronuncia.

—¡Oh Quihuabampo! ¿Sabe? Ese lugar es muy extraño.

—Vaya sorpresa, otra cosa rara en este viaje.

El conductor es un señor mayor que podría ser mi abuelo. Ha sido muy buen conductor, pero conduce bastante rápido para su edad. Lleva una camisa amarilla a cuadros y un pantalón negro con patoles. Botines de buen gusto y una fragancia que brincaba al asiento trasero. Sonreía cuando hablaba y decía las cosas con una voz calmada y cariñosa.

—Quihuabampo —dice nuevamente—. Lugar de la lluvia.

—¿Eso significa?

—Sí, es una mezcla entre un vocablo náhuatl y un vocablo yoreme, ambas lenguas mexicanas, pero distantes. La gente se pregunta de dónde ha venido el nombre y si será que alguna vez hubo un pueblo mixto. Pero no hay modo de saberlo con certeza.

—Lugar de la lluvia —digo  para confirmar que le estoy poniendo atención.

—Ajá. Entre toda la sequía norteña, ese desgraciado pueblo parece tener un pacto con la lluvia. Religiosamente llueve cada semana.

—Desgraciado y raro —confirmo.

—No quiero asustarla ni nada señorita. Es un pueblo que está a veces lleno de viejos y a veces lleno de jóvenes que van a visitarlos y hacen fiestas muy grandes, pero cuando se acaban sus vacaciones el pueblo queda desierto y fantasma. Puros vejestorios como su conductor.

—Qué cosa dice. Usted se ve muy bien.

Él ríe. Y ve por el espejo retrovisor directo a mis ojos.

—Tenemos el consuelo de que siempre pareceremos apuestos a los ojos de mamá.

—¡¿Vive su madre?! —pregunto sorprendida.

—Y mi padre también. Oiga, le propongo, si le parece bien, llevarla a Quihuabampo yo mismo. No tengo compromisos esta tarde y hace mucho que no paso por ese pueblillo.

—¡No hombre! No quiero causarle tanta molestia.

—No es ninguna, ahora que ha mencionado a mis padres acabo de recordar que hace mucho no los visito y su casa queda por el rumbo ¿Qué dice?

—Bueno si ese es el caso —respondo.

Él sigue manejando por la carretera y reproduce un poco de música de la década de los setentas. El taxi es un carro viejo que lleva un reproductor de cassetes y los interiores, aunque impecables, se ven del mismo tiempo que todo lo demás.

Tomo mi computadora para verificar si tengo señal sin éxito. La tableta tampoco recibe ninguna señal. Mi teléfono solo logra entrar a cosas que no necesitan conexión a red celular, como las notas. Y solo tengo la nota: “Posible cliente: Señor Quiroz de Quihuabampo, buscarlo en la oficina de la alcaldía”.  Y un recorte del mapa satelital del sitio. Por la vista se ve como un pueblito viejo sin habitantes ni modernidades. En alguna vida, quizá me hubiera encantado vivir así.  Pero sigo encadenada a este trabajo para retirarme algún día hacia un lugar así, lejano, libre.

—¿Qué siente? —pregunta el chofer.

¿Sentir? Me recordó a ese joven extraño de traje del avión con toda su charla de sensaciones. Era tan raro que dentro de mi, sentí que algo de él me atraía. Un poco de incertidumbre siempre me ha llamado desde el fondo. Sin embargo, había una intensidad en él que nublaba cualquier atracción. Como si quisiera que fuera otra gente la que respondiera. Alguien con su mismo mal y su mismo nivel de pasión por esas nubes. Una parte de mi quisiera ser así de intensa por la vida y otra no quiere volver a cruzarse a alguien así.

—¿Sentir? —respondo.

—La veo un poco cansada, puede dormir a sus anchas y la despertaré cuando lleguemos.  

—Que pena me daría…

—Para nada, las cosas necesarias de la vida son para hacerse sin pena. Como disfrutar de una buena siesta.

Tomando en cuenta que no me han dejado dormir en el avión, acepto su propuesta.

—Tiene razón. Gracias.

Sueño con el joven del avión. Estamos los dos en plena calle y empieza a llover.  La lluvia viene acercándose por el camino y nos llega el olor a tierra mojada. El observa el agua y voltea a verme sonriendo. Sonriendo como loco. Y despierto.

—Perdón por despertarla de manera tan brusca —dice el conductor del taxi—, ya hemos tomado la terracería y pronto llegaremos a Quihuabampo.

Me acomodaba en el asiento. El maquillaje se ha de haber estropeado para ahora. Busco mi espejo en la bolsa y no logro encontrarlo. De hecho no veo mi celular, ni mi tableta, ni mi  computadora. Que extraño, ¿podría ser que mi chofer me haya quitado todo mientras dormía y esperara que no me diera cuenta? Lo veo y veo su serenidad, su vejez, su calma. No tengo el lujo de darle el beneficio de la duda.

—¿Tomó usted mis cosas?

—Sí —dice sin chistar.

—¿Por qué? ¡Eso es robo!

—Disculpe damita, en Quihuabampo son estrictos con eso. Hemos pasado un retén y tuve que entregarles eso.

—¿Retén? —Pregunto.

—Sí, los muy malditos se han quedado mis espejos retrovisores también y han pedido que baje las ventanillas.

Caigo en cuenta que tiene razón, todas las ventanas están abajo. Veo por el espejo trasero y veo la tierra y lo que parece ser un sol de tarde sobre el horizonte. Miro mi reloj y marca que estamos próximos al ocaso. El hombre podría estar diciendo la verdad, pero no me gusta esto. Por lo menos los seguros de las puertas están arriba. Podría aventarme y huir. Claro, eso sería en un caso extremo. Estoy examinando el coche para ver posibles armas. Y ene so nos detenemos.

—Listo, llegamos.

Veo por la ventana y veo una casita.

—Voy hacia la alcaldía.

—Disculpe, señora me han dado instrucciones claras en el retén. Quihuabampo…

Baja del automóvil y abre mi puerta. Me ayuda a bajar lo que me cuesta mucho por haberme dormido tanto. Se dirige al maletero y baja mi equipaje.

—El señor Quiroz, vendrá por usted  mañana. Ha dejado instrucciones muy claras. Puede descansar y nos veremos mañana. Incluso si gusta la llevo a donde quiera después.

—Directo al aeropuerto. Esto no tiene sentido. Quiero volver.

—Pero señora —replica—, debo ir a ver a mis padres. En eso habíamos quedado.

—Bueno, pero mañana pasa por mi primera hora del día.

—¿No esperará al señor Quiroz?

—¡NO!, ¡Mañana nos vamos al retén, que me regresen mis cosas y me largo de este lugar!

Los vecinos empiezan a salir y las luces se encienden por la avenida. Salen algunos señores y señoras de la tercera edad. Quieren saber que ha sido este alboroto. El chofer se disculpa con los vecinos. Le conocen. Esto es demasiado para mí.

Mientras las lágrimas arruinan aún más mi maquillaje, me siento débil, a punto de desvanecerme. El chofer me toma de los brazos y me ayuda a permanecer de pie. Camino con dificultad hacia la casa y no distingo mucho las cosas. Me duele la parte trasera de mi cabeza, cercano a la nuca. Siento como mi cuerpo cae sobre la nube del colchón. Y logro escuchar al hombre decirme: Tranquila, descansa.

Se vuelven oscuras las cosas. Distingo al viejo del traje fuera de la casa junto al chofer del taxi. Quieren que vaya con ellos. Y despierto.

Me siento más cansada que ayer. Me conduzco al baño. Me lavo las manos y mi cara y me siento rara, como si me hubiesen drogado. Todo se ve más lento, y en mi cabeza las cosas van y vienen pero no se quedan. No hay un espejo en el tocador. Ni tampoco hay espejo en el pasillo ni en ningún lado. No hay televisor ni teléfonos conectados. Todo es muy raro. No tengo hambre a pesar de que no he comido nada desde antes de abordar ayer. Creo que dormí por un día entero o más. Me muevo torpe por la cocina y busco algo con que conectarme o contactar a alguien. Veo un paraguas a un lado de la puerta de salida. Lo ignoro y abro la puerta. El sol hace que me duela la cabeza agudo y preciso como una lobotomía. Vuelvo al interior de la casa y me siento en el sofá de la sala. Quiero aclarar las ideas pero no logro atrapar ningún pensamiento cuerdo o racional. Entonces llega a mí la claridad: Debo encontrar al señor Quiroz o al taxista e irme de aquí.

Regreso a la habitación donde supongo que el taxista dejó mi equipaje. Y lo encuentro junto a la cama. Quizá el chofer no es malo después de todo. Empiezo a decidir que ponerme.  El sol me dice que algo veraniego. Aquí escucho el tronar del cielo. Viene una tormenta fuerte.

 

 

 

III.          EL PUEBLO.

 

 En una sala de reuniones con muebles antiguos y pocas ventanas un grupo de ancianos se reúne. Uno está fumando un habano. Otro está bebiendo whisky y el último fuma y bebe. El que fuma el habano está golpeando con sus dedos la mesa de cedro en la que están sentados. El del whisky lo toma a tragos grandes desesperados. Y el que fuma bebe lo hace con una temblorosa mano frente a él. También hay algunas mujeres. Una está tejiendo y fumando, otra está bebiendo coñac y la última tiene un walkman mientras ve por la ventana. Nadie dice nada, pero todos están esperando escuchar algo.

El motor de un coche por la ventana irrumpe el silencio y todos se ponen de pie. Se reúnen los elegantes viejos por la ventana para descubrir un Lincoln Continental del 64 estacionarse. Ven bajarse al viejo con un traje despampanante y a otro viejo con vestimenta de chofer. Ambos vienen platicando hacia la puerta. Los ven entrar por la puerta y todos están expectantes a la entrada de la sala de reuniones. Cuando por fin los dos entran la lluvia de preguntas no se hace esperar.

—¡Cuéntanos!

—¿Qué ha pasado?

—Es peor de lo que pensaba —responde el del traje.

—¿Dónde está ella?

—¿No ha llegado en el otro taxi? —replica el del traje.

—Quiroz —le dice un viejo— tú eres el primero en llegar.

—¿Se encontrará bien? —pregunta una señora.

—Busquen a mi hijo —dice Quiroz.

Todos sacan sus celulares, rastreadores, bípers y unas señoras tomaron un par de teléfonos de rueda que había en la sala. Uno de los señores toma al señor Quiroz y lo lleva a una esquina.

—Quiroz, ¿qué tan mal está?

—Mal —responde Quiroz—. Lo peor es que no he sabido manejar la situación y casi le creo un colapso en pleno vuelo.

—No imagino la impotencia que debes sentir.

—Tú lo has dicho, no lo imaginas.

Un segundo motor irrumpe el vocerío de la habitación. Ha llegado el taxi. Baja el chofer del taxi y entra a toda prisa por la puerta.

—¡HIJO! —dice Quiroz.

Se dan un abrazo los dos y les brotan las lágrimas de no poder hacer nada.

—¡Basta! —dice uno de los viejos.

—¿Qué hacemos? —dice Quiroz con una voz rota—. Llevamos siglos vivos, pero nunca nos había pasado algo así. No sé si la lluvia vaya a funcionar.

—Va a funcionar —le reafirma—, va a funcionar como siempre. Cuando llegue la lluvia ella volverá a nosotros. No perderemos a nadie más de los nuestros, Quiroz, créeme —dice tocando su dedo anular donde llevaba su viejo anillo de compromiso—, no es demasiado tarde para ella, además hoy es el festival de la lluvia.  

Y una vez más, sus voces se opacan por un sonido mayor: el tronar del cielo.

—Ya es hora —dice Quiroz. Le dedica una mirada a quien fuera su hijo y ambos asienten con la cabeza.

—Quiroz, —continúa el viejo—, lo que paso con mi esposa fue diferente, no llovió a tiempo y la perdí. Aún hay tiempo para Samara. Volveremos a ser jóvenes. Volveremos a vivir la vida.

Un relámpago ilumina la habitación, seguido por el estruendoso tronido.

—Solo queda esperar la precipitación —dice una señora.

Así pues, cada viejo con su pareja se van a sus casas a preparase para la lluvia. Dejan atrás a Quiroz y al chofer del taxi.

—Tanto tiempo creyendo que sabíamos el porqué de nuestro existir. Tanto tiempo pensando que estamos aquí solo para vivir y qué pues una vez aquí, había que disfrutarlo. Pero si este viaje me ha enseñado algo, es que el premio de la vida no es disfrutar la vida, sino que te sientas pleno por alguien. ¡Dios!

—Lo sé papá —dice el chofer del taxi.

—Un resbalón, ¿puedes creerlo? Así de frágiles, incluso nosotros. Viviremos siglos, es cierto, pero no estamos exentos de accidentes. Quizá al fin de cuentas la vida se debe de vivir y disfrutar pero siempre con la noción de su inminente final. Quizá los románticos tengan la razón y el premio no es otro que el amor. Debes encontrar a alguien y aferrarte. Aferrarte a amar todos los días por los siglos de los siglos o hasta que deje de llover en este pueblo. Tienes apenas un par de siglos y crees que Quihuabampo estará aquí para siempre, pero no lo sabes con certeza. Un golpe en la cabeza puede cambiártelo todo.  Somos algo más que hedonistas, más que cazadores de placeres. Estamos aquí por algo más grande que un simple error biológico por esta lluvia.

Y el cielo truena por tercera vez.

Entonces le dice que es hora de irse. Salen a la calle y ven a todos los vecinos, todos con la apariencia de personas de más de cien años saliendo a la calle con sus mejores galas. Siguen caminando rumbo a la casa donde se encuentra Samara con la esperanza de convencerla de salir antes de que fallezca en esa casa. Caminan por la banqueta de la avenida y todos se saludan entre sí deseándose una “feliz lluvia”. Los banquetes están en los pórticos de las casas y muchos han sacado sus instrumentos musicales. Todos los viejos en sus casas tienen lo que más les causa gozo y disfrute, porque saben que cien vidas no son suficientes para experimentar todo lo que se puede vivir. Tienen coches en un estado impecable, motocicletas, avionetas, algunos tienen  pinturas de famosos artistas y otros pinturas que ellos mismos han hecho. Llevando una vida plena a su parecer. En algún tiempo, a Quiroz eso le parecía el significado entero de este milagro, pero hoy sentía que su perspectiva había dado un vuelco. Lo que marcaba el rumbo en su vida era tener a alguien con quien vivir y por quien darle gracias al universo cuando despierte a su lado.

Caminan hasta llegar frente a la casa donde Samara se ha despertado y les ve por la ventana.

 

 

 

 

 

 

 

IV.          LA LLUVIA.

Estás de pie viendo por la ventana. Escuchas el tronar del cielo cada vez más cerca. Sabes que viene la lluvia y tu corazón se acelera, pero no logras entender por qué. Ves por la ventana que la vecina de enfrente, una señora como de doscientos años sale junto a su esposo felices y se dan un beso en la banqueta. Logras escuchar que empieza la música en la casa de junto. Haces un esfuerzo por asomarte por la ventana y divisas a un grupo de amigos mucho más mayores que tu abuelo que entonan canciones alegres y cantan a todo pulmón. Lo mismo hacen los vecinos de tus vecinos. A media calle ves venir al viejo del aeropuerto con el chofer del Taxi.  Ya has estado aquí antes, pero justo ahora, quieres correr.

Recorres la ventana y le gritas al de taxi.

—¡TAXISTA!

—¡Hola! —te responde el señor Quiroz.

—¡DIJE TAXISTA!

—¡Samara! —insiste Quiroz.

Ese nombre te hace voltear.

—¿Señor Quiroz? —respondes.

—Alejandro Quiroz, para servirle —dice llorando de felicidad.

—¿Qué le pasa?

—Sal a la lluvia.

Empieza a llover pero a nadie parece importarle. Todos ven al cielo. Vas a la puerta y tomas el paraguas. Sales a la lluvia y Alejandro se acerca. Por alguna razón no te molesta. Toma tu mano y te quita el paraguas y lo arroja lejos. Te tiene de las dos manos. Bajas la mirada y ves su manos arrugadas sosteniendo tus manos viejas y arrugadas también. Te sobresaltas. Le sueltas ambas manos y te las llevas al rostro para revelar un rostro arrugado y flácido. Te sacudes la cabeza creyendo que así se va a solucionar. Y tu cabello blanco cae sobre tu rostro. Caminas hacia atrás y ves por la ventana tu reflejo: eres vieja. Casi inconfundible entre todos los vecinos.

Sigues caminando y te refugias en la esquina de la puerta bajo la marquesina de la casa y te refugias de la lluvia mientras asimilas las cosas.

Vuelves tu vista desconcertada con la gente, ahora mojada por la lluvia y son todos jóvenes, ríendo, bailando y cantando, comiendo y bebiendo incluso bajo la lluvia. Todos jóvenes alegres con felicidad desbordando. Y ves a Alejandro Quiroz, que no es otro, sino el joven que venía contigo en el avión. El taxista ahora te costaría reconocerlo, se ve tan joven y muy parecido a Quiroz.

—Ven —te dice Quiroz extendiendo la mano—, ven Samara, regresa.

—¡NO! ¡Largo!

—¡Ven a la lluvia! ¡Todo tendrá sentido!

Dudas, te ves en el reflejo y sientes que se desmorona la vida. Una parte de ti quiere encontrarle sentido a lo que dice Alejandro. Así que tomas su mano. Él te guía a la lluvia. Empiezas a sentir las gotas mojando tu cuerpo, poco a poco tu ropa se empapa y la sientes pegada a tu piel, pero no te incomoda. Te sientes bien, la vida se apodera de ti. Volteas al cielo dejando que la lluvia moje tu rostro y extiendes las manos hacia el cielo. Ves tus manos, son jóvenes, tocas tu rostro, lo sientes firme, suave.

—Tu eres mi Samara y yo soy tu Alejandro ¿recuerdas?

Estás perdida en lo que estás sintiendo. Es más placentero y pleno de lo que puedes recordar, pero recuerdas algo similar a esto, anterior a esta vida tal vez, un lugar donde todo tiene sentido y si no lo tuviera estás bien con eso porque cada sensación va por tu cuerpo despertando tu alma, tus recuerdos.

—¡Samara! Soy yo, tuve miedo de perderte cuando perdiste la memoria, pero los muchachos han venido con esta idea que la lluvia te devolvería la memoria. No quería asustarte, en el avión, quería recuperarte. Pensé que te irías de mi vida, pero aquí estás y aquí estoy.  Te creías una negociante y llamé al consejo del pueblo y se nos ocurrió el plan, pero no queríamos confundirte más. Creíamos que si te decíamos la verdad, sería como despertar a un sonámbulo. Por eso yo me  puse intenso en el avión, pero tu sabes...

Se pierde la voz en tu cabeza. No puedes parar de sonreír. La lluvia es mejor que cualquier droga y que cualquier cosa que hayas experimentado.

—¡ALEJANDRO! —le dices y te fundes en un beso entre sus brazos. Son jóvenes y se aman y disfrutan de bañarse bajo la lluvia.

Te sientes viva. Te sientes amada. Te sientes plena.

—Tu eres lo que más me llena. Tú y yo bajo la lluvia y no le pido nada más a la vida...

Los vecinos festejan que hayas vuelto. La lluvia te ha traído la vida y la memoria. Volverá la vejez, pero estás segura que ha de llover otra vez.

 

Bailas bajo la lluvia con el amor de tu vida y pareciera que nunca han conocido la vejez. Quizá mañana amanezcan viejos, quizá mañana les falten las fuerzas, quizá pierdas las ganas de vivir, pero estás segura que para entonces volverá a llover.

 

 

 

Comentarios

  1. Se disfruta mucho la lectura
    El relato cobra vida
    Y hace sentir cada detalle
    Gracias!!

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    1. Gracias por leerme estimaado lector. Cada comentario me ayuda a seguir publicando contenido. Verá, la lectura es un placer, la escritura es una necesidad y el publicarlo viene siendo un lujo. Para que se encuentren en mis perdiciones y encontrarme en otros también. Saludos.

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  4. Cuando leí "los Mochis" recordé mi infancia... No he vuelto desde entonces pero sentí que leía una leyenda urbana de esas que contaban en el receso. Claro que esta historia es mejor que cualquiera que hubiese escuchado en ese tiempo.

    Gracias.

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    1. ¡Pues paisanos debíamos de ser! Gracias por leerme. Hay un par de cosas que se pueden cambiar, pero por ahora el texto es funcional. Gracias nuevamente.

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Al parecer has leído un poco, ¿que tal si me cuentas que te pareció?

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