El Pasajero del 20C
Estaba sentado. Esperando que empezara el largo carreteo. Iba muy lento. Ajustaba
un poco el cinturón de seguridad y miraba que un par de azafatas hacían una
demostración por enésima vez, lo podías decir por la expresión en sus rostros.
Sus párpados estaban a media asta y ni siquiera esbozaban una sonrisa. Unos
movimientos de mano débiles ondeaban por el aire. Si fuesen directores de
orquesta, los músicos entonarían una canción desanimada de seguro. Hasta cierto punto comprendo su indiferencia,
pero por el otro lado, también me indigna. Uno no se dedica a algo que no está
seguro de hacer con el alma. En fin, seguían bailando thriller sin ganas en el
pasillo.
Ni
siquiera me molesté en quitarme los auriculares. Tenía una buena canción
resonando en mi cráneo. De cierto modo los movimientos que las sobrecargos
hacían, eran parte de una danza con la canción que tenía de fondo. Revisé una
vez más mi cinturón de seguridad. Miraba el boleto y me cercioraba de estar en
el asiento correcto: 20C. Lo estaba. La pasajera que estaba en el asiento
adyacente al mío, inclinaba su cabeza para ver mejor la explicación de la
aeromoza. Finalmente, las azafatas terminaron su explicación en ambos idiomas y
procedieron a sentarse. Un anuncio del capitán dijo que por tráfico aéreo no
saldríamos sino hasta quince minutos después.
Entonces, en el cambio de canción. En lo
que se acaba esta canción y empieza la otra, logré escuchar entre el bajo
volumen una voz estruendosa. A pesar de mis convicciones, me quité los
audífonos para identificar el ruido. La señora del asiento de enfrente hablando
por teléfono.
— ¡No! —decía la señora por el móvil— ¡Te
digo que aún estoy en el avión!
—…
—Sí, cuando llegue te aviso.
—…
— ¡¿Cómo?! Dile que le pregunte a tu tía
—gritaba en el teléfono— ¿A quién?
—…
—Ah, ok. No, no. Yo le dije que le iba a
dar su pago cuando…
¡Bendita tecnología! Volví a mis audífonos y lamenté la situación de quienes no tenían unos o por lo menos
tapones para los oídos. Esa mujer tiene una voz con mucha potencia y sumamente
enfadosa. Empecé a tocar repetidamente
el descansa brazos con mi índice. Mordía las uñas de mi zurda y temblaba la
pierna. Entonces me di cuenta. La señora del móvil llevaba el cinturón de
seguridad desabrochado.
¿Cómo puede ir alguien por la vida así? Me quedaba al alcance de mi brazo. Podía advertirle de su descuido y quizá prevenir un accidente.
¿Cómo puede ir alguien por la vida así? Me quedaba al alcance de mi brazo. Podía advertirle de su descuido y quizá prevenir un accidente.
Ya no pude apartar mis ojos de su
cinturón. Uno de los extremos colgaba por un lado de su asiento y el otro lo
tenía sobre el vientre, donde debería estar ajustado. Si no le decía, el avión
despegaría, tal vez habría turbulencia y ella botaría en su asiento.
Reprimiendo su desidia y falta de atención a los detalles. O tal vez no pasaría
nada y ella seguiría viviendo su vida así, hasta que un día, otro descuido
mayor acabaría dañándola a ella o peor, a alguien más. O podía acercarme y
decirle lo que estaba haciendo, o más bien, lo que no estaba haciendo y asunto
arreglado. Pero ¿Qué hay de la lección? Si me acercaba solo sería un pasajero
ansioso tratando de tener todo bajo control y ella no aprendería nada.
Le calculaba unos cincuenta años. Podría
ser cualquiera de mis tías. Veía los movimientos de
su quijada cuando hablaba y empezaban a fastidiarme. El avión empezó a moverse.
Metí la mano a mi bolsillo para tomar goma de mascar. Necesitaba calmarme.
Masticaba con fuerza el chicle sin dejar de ver a mi compañera de viaje. Una
parte de mi deseaba que al emprender el vuelo tomáramos un poco de turbulencia,
la suficiente para meterle un susto. Sin embargo, existía la pequeña
probabilidad de que fuera una gran sacudida y que terminara por hacerla botar
de su asiento y se impactara con el techo, rompiendo su cuello y dejándola
inválida o causándole la muerte.
La uña que rascaba el descansa brazos
empezaba a dolerme. Llevé otro chicle más a mi boca para evitar que se me
taparan los oídos. Cuando el avión tomó altura, mis oídos zumbaron tanto que
sentí que estaban sangrando. Con mis dedos revisé, pero solo había un poco de
agua en el interior de mi oreja. Estaba sudando mucho. Mis manos estaban
heladas. La uña que había estado mordiendo ya estaba sangrando, pero seguí
mordiéndola igual. Y a la señora seguía sin importarle un comino su vida.
Entiendo un poco, entre mi caos, el por qué a veces es necesario un mal menor
por el bien mayor. Otro día esa señora podría ir distraída conduciendo por una
avenida principal, tal vez hablando por teléfono, y arrollaría a alguien más.
Para ese entonces el mejor de los escenarios sería que la única afectada por su
tontedad sea ella, sin daños colaterales.
Estaba viendo atento. No había ni siquiera
una ligera sacudida. Era un vuelo corto y estábamos por aterrizar. Había
terminado toda la goma de mascar. Cuando terminaba de sacar el sabor a un
chicle, lo tragaba y tomaba otro más. Entonces los sobrecargos pasaron a prisa
por el pasillo hacia el fondo de la nave. Estaba acostumbrado a esto porque a
veces, en el asilo, las enfermeras corrían cuando había una emergencia, que
algún pobre diablo tomaba demasiado medicamento en un lúgubre esfuerzo de
acabar su miseria. O a veces era porque uno de los pacientes simplemente
llegaba al límite e incluso en un lugar donde nadie estaba del todo cuerdo,
perdían la cabeza; arremetiendo con el personal de apoyo o algo así. Por eso,
cuando me dijeron que podía salir con la condición de tomar el medicamento
todos los días y visitar a mi doctora una vez a la semana, estuve más que
contento de aceptar la oferta.
Esta mañana olvidé mi medicina en casa
cuando salí hacia el aeropuerto. Sería esta la primera vez desde que salí, que
vería a mi familia. Pero no podía concentrarme en la visita, solo veía que esta
mujer estaba ahí arriesgando su vida. Creando un efecto dominó en su vida
¿creerá que puede seguir así, a estas alturas de su vida, sin consecuencias? No
parecía moverle la conciencia su forma de conducirse. Era un ser despreciable.
Seguramente ella es de las psicópatas que cuando van a cenar ponen la leche en
el plato antes que el cereal. Era un peligro en potencia, un accidente
inminente donde si tenemos suerte, ella será quien acabe con su miseria.
Cuando volví la mirada a mi derecha, el
pasajero del lado me veía con los ojos bien abiertos. Parpadeando con rapidez y
evadiendo mi mirada. Alzó la mano para llamar a la azafata.
—¿Tiene algún problema? —inquirí.
—No… Todo está bien.
—Si todo está bien ¿por qué llamar a la
señorita?
—Solo quiero verificar algo —dijo con la
mirada al frente y con la voz temblorosa.
—Quiere… verificar… algo…
Escuché a la aeromoza acercándose. Advertí
que de mi manga derecha salía una pulsera donde decía mi nombre y el nombre del
instituto. Aunque llevaba el traje y la corbata, me había olvidado por completo
de quitarme el brazalete. Tal vez con los movimientos repetitivos, la pulsera
empezó a salirse de los puños de la camisa. Vi que el pasajero del lado miraba
asiduamente la pulsera.
—Ya veo —advertí poniéndome de pie.
La sobrecargo chocó conmigo y me disculpé.
Fui al baño para verme en el espejo. Antes de cerrar la puerta, observé que el
pasajero le decía algo a la señorita y ambos voltearon a verme.
Me eché un poco de agua en el rostro para
enfriar la mente. La cera para peinar había sido derrotada por el sudor y el
cabello estaba pegado al cráneo como si me hubiera mojado a propósito. Tenía
unas grandes manchas negras bajo los ojos y mis manos no parecían quedarse
quietas. Repetí el agua en el rostro pero el aspecto no mejoró. Escuché a
alguien conversando a través de la puerta.
—Parece que está enfermo —decía una voz
femenina.
—¿Enfermo?
—Pues el señor de junto dice que vio que
venía de un instituto de salud mental.
—¿De verdad?
—Pues no sé. Mejor hay que estar seguras.
—¿Quién es?
—El pasajero del 20C.
—Muy bien. Avisaré a las demás que tengan precaución.
Intenté secarme. Abrí despacio la puerta.
—Con permiso, señoritas —dije con la mejor
voz que encontré.
—¿Señor? —interrumpió una de las azafatas.
Su mirada consternada se alternaba entre su compañera y yo— ¿Se encuentra bien?
—Estoy bien.
—¿No necesita atención médica?
—Estoy bien —dije una vez más e incluso
sonreí despacio y sereno.
—¿O un poco de agua?
—En serio, no hay problema alguno.
—Si necesita cualquier cosa…
—De hecho, hay algo.
—Dígame.
—La señorita que está sentada fre…
El avión se sacudió abruptamente. Perdí el
equilibrio y caí sobre una de las mujeres. Ella se espantó y me empujó
contra la pared. La otra llamó a sus otras dos compañeras y se abalanzaron
contra mí para contenerme.
—Fue... Un... Accidente... No… Hay… Necesidad… — gruñía tratando de
quitarlas de encima.
Uno de los hombres de la cabina también
vino y me escoltó a mi asiento. Todas las miradas estaban sobre mí. Solo quería
llegar a mi destino, pero cuando me senté vi el cinturón desabrochado.
¡Es una verdadera estupidez que a pesar de la turbulencia y la señal frente a su cara no haya reaccionado!
El hombre que me escoltó les preguntó a un par de sobrecargos si podían manejarme. Él volvió a la cabina y dos señoritas estaban en el pasillo a un lado de mi asiento. Ya faltaba poco para aterrizar.
¡Es una verdadera estupidez que a pesar de la turbulencia y la señal frente a su cara no haya reaccionado!
El hombre que me escoltó les preguntó a un par de sobrecargos si podían manejarme. Él volvió a la cabina y dos señoritas estaban en el pasillo a un lado de mi asiento. Ya faltaba poco para aterrizar.
A los pocos minutos, una de las mujeres
dijo que ya me estaban esperando al llegar unas personas por parte del hospital
y de las autoridades.
¡Esta vez estuve más cerca de lograrlo!
Otra vez la mujer habló. Dijo que ya íbamos a descender. Que debían dejarme. Fue por un seguro de plástico para amarrarme las manos como se hiciera con un criminal. Se inclinó e hizo un gesto para que extendiera las manos, al cual yo obedecí. La señal de abrochar los cinturones se encendía una última vez y la señora de enfrente seguía sin hacer el menor caso.
¡Esta vez estuve más cerca de lograrlo!
Otra vez la mujer habló. Dijo que ya íbamos a descender. Que debían dejarme. Fue por un seguro de plástico para amarrarme las manos como se hiciera con un criminal. Se inclinó e hizo un gesto para que extendiera las manos, al cual yo obedecí. La señal de abrochar los cinturones se encendía una última vez y la señora de enfrente seguía sin hacer el menor caso.
—Señorita.
—Tranquilo, ya falta poco.
—No, señorita. Quiero comentarle que…
—Shh, shh.
—La señora —apuntaba con mis ojos al
asiento frente a nosotros—. No ha abrochado su cinturón.
—Eso no importa —y aquí es cuando la
situación se fue al carajo—. Vamos a ir a la parte de atrás junto con mi
compañera para el aterrizaje.
—¿No importa?
—No, no importa. Póngame atención. Y
después del aterrizaje lo
llevaremos con la gente que lo espera.
—No importa… no importa… no importa.
—Repítame que lo entendió.
—Tiene razón —sonreía y asentía con la cabeza—,
no importa.
Me impulsé contra la mujer y me puse de
pie. Rompí con facilidad el seguro de plástico. Me paré frente a la señora
descuidada.
—¡Si usted tuviera un poco de sentido
común! —le puse las manos en sus hombros— ¡Si usted fuera responsable se
fijaría incluso en las cosas pequeñas! No pondría en riesgo su vida y eso le
ayudaría a ser mejor ser humano. Pero ¿sabe? Usted es un parásito de la
sociedad que algún día causará más dolor que el que yo le causaré. Tal vez
arrollará a un pobre niño por ir distraída por la vida. No espero que lo
entienda pero voy a ayudarle. —la levanté— ¡Un mal menor para un bien mayor!
Y mientras venían corriendo las aeromozas
y otros dos pasajeros estaban sobre mí, tratando de detenerme, me las arreglé
para romperle el cuello. Hubo muchos gritos mientras ambos caíamos al suelo.
Ella con la mirada perdida y yo con la mano de alguien sobre mi cabeza
presionándome contra el suelo. Gritaban que no me moviera y no lo hice. Me llevaron al fondo y
me sentaron con varios cinturones de seguridad.
Cuando descendimos, empecé a calmarme.
Tal como había dicho la señorita, aterrizamos y bajamos primero que nadie. Todos los demás pasajeros me estaban grabando con sus celulares o transmitiendo en vivo. Me escoltaron abajo del
avión y me recibieron unos hombres de blanco junto con un par de patrullas. En
la parte trasera del vehículo donde me llevaban tenía una camisa de fuerza
puesta y sentí una inyección.
Desperté en una habitación blanca con una
sola cama. Me despertó el sonido de una alarma. Salí de mi habitación un tanto
desconcertado. Vi al lado de la puerta un letrero que decía CUARTO 20 C. Caminé por
un pasillo donde había más personas. Llegamos a una especie de cafetería. Nos
hicieron hacer una fila para recibir medicamento. En el fondo sabía que lo
necesitaba. Estuve sentado en una banca pensando mucho en todo lo ocurrido.
Hicimos otra fila para el almuerzo y después lo mismo con la cena. Al siguiente
día fue lo mismo. El miércoles, sin embargo, a media tarde me llevaron con mi
doctora.
—Hola doc.
—Habíamos hecho un gran progreso.
—Sí, lo sé.
— ¿Y qué fue lo primero que hiciste al
quitarte todo eso? —Señalaba a mi ropa y las cadenas— ¡El primer fin de semana!
—Lo sé doc.
—No, no sabes. Yo abogué por ti. Yo dije
que estabas listo. Di mi palabra médica de que estaba bien que convivieras con
los otros internos.
—Casi lo logró Doc, estaba en el avión.
Casi llego con mi familia. De no ser por esa mujer.
—¿Hablas de la señora Polanco?
—¿La conoce?
—Claro que la conozco. Llevaba aquí más
que todos, era una buena paciente, no le hacía daño a nadie. Algunos incluso
dicen que ya estaba cuerda pero no quería salir, así que fingía demencia.
Claro, no había tenido problemas hasta que se encontró contigo. —se le quebró la voz— Le rompiste el cuello.
—Pero todo eso pasó en el avión…
—Vamos a eso, cuéntame una vez más la
historia del avión.
—Bueno… estaba por despegar cuando vi que
las azafatas estaban haciendo una demostración para…
Después que le conté, la doctora se
levantó para tomar un vaso de agua. El dispensador de agua estaba detrás de
ella, en su mismo consultorio. Obviamente caminó guardando su distancia.
Comprendo que no se arriesgaría a acercarse al alcance de mi brazo.
Cuando se levantó dejó mi expediente en la silla donde estaba sentada. Pude leer del accidente y por un momento volvió a mí como un flash. El día que me levanté tarde y tuve que salir corriendo hacia el aeropuerto. Manejaba de prisa y me volaba algunos altos y semáforos rojos. Tenía buena música de fondo e iba hablando por teléfono. Mi jefe preguntaba sobre un archivo y lo iba buscando ente unos papeles que llevaba en el coche. Entonces un niño, no mayor que el mío salió de la nada y no pude reaccionar. Los doctores dijeron que no hubo nada que hacer. A los días, la “situación” que yo tenía se salió de control. Fue un detonante decían los psiquiatras.
Comprendo que no se arriesgaría a acercarse al alcance de mi brazo.
Cuando se levantó dejó mi expediente en la silla donde estaba sentada. Pude leer del accidente y por un momento volvió a mí como un flash. El día que me levanté tarde y tuve que salir corriendo hacia el aeropuerto. Manejaba de prisa y me volaba algunos altos y semáforos rojos. Tenía buena música de fondo e iba hablando por teléfono. Mi jefe preguntaba sobre un archivo y lo iba buscando ente unos papeles que llevaba en el coche. Entonces un niño, no mayor que el mío salió de la nada y no pude reaccionar. Los doctores dijeron que no hubo nada que hacer. A los días, la “situación” que yo tenía se salió de control. Fue un detonante decían los psiquiatras.
—¿La lobotomización sigue siendo una
opción?
—Nunca lo fue —dijo la doctora mientras
volvía de tomar agua.
Quise levantarme del asiento y corrí con
fuerza hacia la pared para estrellar mi cabeza contra el muro y así, quizá,
acabar con este mal menor. Los grilletes que llevaba en manos y pies solo
permitieron que me diera un buen golpe contra el suelo, porque no me permitían
alejarme de la puerta. La doctora llamó a los hombres de blanco y otra vez
sentí la aguja penetrar mi piel.
—Vas al cuarto acolchado —logré escuchar
mientras todo se volvía oscuro.
Desperté en una habitación blanca
acolchonada. Me dieron el desayuno por una rendija. Lo mismo fue el almuerzo y
la cena. Pasaron varios días con la misma fórmula. No hacía muchos movimientos.
La doctora ahora era quien me visitaba una vez a la semana. Tras unas diez
visitas arreglamos mi exilio al pabellón de seguridad nuevamente. Fui a dormir
en ese lugar una última vez.
Me despertó el sonido de una alarma. Me
levanté y caminé por un pasillo donde había más personas. Llegamos a una
especie de cafetería. Nos hicieron hacer una fila para recibir medicamento.
En el fondo sabía que lo necesitaba.
Estuve sentado en una banca pensando mucho en todo lo ocurrido. A mi lado un hombre se acercó y tomó asiento.
En el fondo sabía que lo necesitaba.
Estuve sentado en una banca pensando mucho en todo lo ocurrido. A mi lado un hombre se acercó y tomó asiento.
—Ya vamos a despegar —dijo.
—¿Perdón?
—Sí, mire las azafatas haciendo la
demostración de seguridad.
Frente a nosotros las enfermeras hacían
ejercicios físicos junto con unos pacientes.
—Es cierto, se puede ver que odian
hacerlo. Casi ni le ponen entusiasmo.
—¡Ja! Ha de ser la enésima vez que lo
hacen.
—Ya lo creo. Bueno, es hora de abrocharnos
el cinturón.
—Nah, no para mí. Me gusta sentirme libre.
Hoy quiero saltar de este avión sin paracaídas.
—¿Está usted demente? ¡Si intenta saltar
pondría en riesgo a todos los pasajeros!
—La verdad no creo que valga la pena
tratar de salvarlos. ¿Le cuento un secreto? Logré pasar el detector de metales
—mostraba en el bolsillo interior de su saco una navaja pequeña—. Si no me
dejan saltar los obligaré.
—Un mal menor para un bien mayor.
—Así es —decía el hombre sonriente.
Con un movimiento le arrebaté la navaja y se la clavé en el vientre al pasajero. No hizo un escándalo. Nadie se dio cuenta.
Para confirmar mi cometido rasgué un poco más las entrañas de aquel hombre. La
pupila del hombre se dilató y acomodó su cuerpo en el asiento. Dejó caer su peso sobre el costado y llamó la atención de un paciente que gritó con fuerza al ver la sangre. Para este
entonces las azafatas ya habían llamado a los hombres de blanco. Y sin
pensármelo mucho introduje la navaja a lo largo de mi brazo
izquierdo. Fluía el líquido calientito por todo el asiento. Los pasajeros
gritaban. Vi a mi esposa y ami hijo parados frente a mi, con los brazos abiertos esperando que corriera a abrazarles y tenía una inevitable sonrisa en mi rostro. Intenté correr pero ya no tenía fuerzas.
Entonces el avión despegó.
Entonces el avión despegó.
Cuando leí que se tragaba los chicles supuse que el protagonista no estaba en sus cinco sentidos.
ResponderBorrarUn lector perspicaz. Siempre es un placer ser leído por ti. ¡Un abrazo!
BorrarEres bueno en esto, es un placer también leerte... Saludos.
BorrarMe atrapaste.
ResponderBorrarEsto a mí me parece un cumplido. Así que gracias.
BorrarEs increíble poder jugar con la imaginación, la mente de una persona,la forma en la que está escrita¡Me atrapó! Además de la historia, te deja en que reflexionar... ¡Es muy buena y te deja con ganas de más!
ResponderBorrarGracias. Quédate cerca, vienen más historias.
BorrarTambién me atrapó. En la narración de los pensamientos del hombre por lo que estaba haciendo (o no estaba haciendo) la señora me encontré leyéndolo cada vez más rápido. Sentí su obsesión y su creciente desesperación.
ResponderBorrarGracias por leerme. Saludos "INFJ".
Borrar