Vienna


   Se supo vulnerable cuando la vio pasar. Entre aquellos ambulantes, un joven caminaba portando un traje negro y  camisa blanca con dos botones desabrochados, zapatos rechinantes y un pañuelo rosa que portaba desaliñado. Caminaba por los pasillos del centro de convenciones y justo cuando se dirigía a la salida, cruzó por su camino una rubia pomposa que le hizo reconsiderar aquel aburrimiento. Sin ponderar tanto las cosas, decidió quedarse un poco más.

Ahora su interés era otro. Hacía unos días apenas él se preguntaba cómo llegaría a fin de mes, con qué pagaría la renta y si encontraría empleo mientras tanto. No obstante, en ese momento todo era nublado por querer verle en esa multitud. Con eso como meta, se posaba en las esquinas un rato, viendo pasar a los regordetes billetudos. Entonces la divisó en una fila del auditorio. Se dispuso a hablarle, pero antes de llegar si quiera, la conferencia empezó. Tomó asiento pues. El orador parecía querer recitar todo el mandamiento antes que dejar al joven intentar algo. Así que cuando este hombre parecía no dar tregua, hartado el joven, se puso de pie e ignorando sus palpitaciones y sudoraciones, llegó delante de la chica. Ella estaba hablando bajito con su acompañante. El hombre se quedó helado frente a ella.

No lo había planeado bien. Ella llevaba un vestido negro  con una línea gruesa de color blanco en el centro que resaltaba una linda figura, cabello rubio y ceja oscura, llevaba además unas zapatillas rojas que hacían juego con un delgado cinturón y resaltaban su labial. Ella volvió su vista extrañada a nuestro enamorado, el moría más rápido en el turquesa de sus ojos. Sus labios eran gruesos, pero no vulgares y tenían el color del vino rosado. Balbuceó un saludo. Ella respondió en otro idioma. Solo pudo decirle su nombre, Vienna. Después de un intercambio de monosílabos torpes otro asistente les pidió que guardaran silencio. Oportunamente, la acompañante de ella debía marcharse y dejó libre el asiento. Ignorando la incomodidad, el se sentó junto a ella y solo pudo observarle hasta que se hizo obvio el impertinente mirujeo que se estaba llevando a cabo. Así que clavó los ojos en el orador, batallando por no voltear a verla mucho. Ella aprovechó para darle una buen vistazo. No se decían nada, solo se miraban y sonreían aquí y allá. Decían algunas cosas pero nunca obtenían una respuesta.
La conferencia terminaba y el joven seguía sin tener palabras que decirle. La sonrisa de la rubia le alentaba la lengua y el cerebro. Así que solo pudo asentir cuando ella le dijo que esperaba verlo mañana.

El perdido llegó a su casa, replanteando su vida. Hacía unos meses había salido de casa y ya se sentía haber encontrado el amor. Se acostó en el único mueble con el que contaba en su apartamento: un viejo sofá que había encontrado en una barata, necesitaba reparaciones que no podía presupuestar, pero servía para dormir, leer, descansar, llorar, dependiendo la ocasión. Cierta parte de él, la galante, estaba decepcionado de sí mismo. “¿Cómo es posible que te hayas atontado de tal forma?” se decía. Pero en eso, recordaba a la rubia y esbozaba una idiota sonrisa. La risa de un loco que sabe que morirá pronto, que dentro de su locura le place y complace. Esa sonrisa idiota con la que se quedó dormido fue la misma con la que despertó, con un poco de más adrenalina.

Se vistió con un atuendo más elegante que el día anterior. Llevaba corbata ahora. Corrió a la convención y estuvo buscándola por entre la gente. Después de unos minutos sin encontrarla, decidió subirse a una silla para ver mejor por encima de la gente, pero no pudo encontrar esa rubia cabellera que le llamara. Se bajó cabizbajo. Un hombre viejo se le acercó y preguntó por su estado de ánimo. Le respondió que no podía encontrar a una amiga. El viejo le sugirió buscarla en el jardín.

—¿Jardín?
—Sí, hay un área de jardín frente al estacionamiento, en la parte de atrás.
—¡Jardín! —confirmó el bruto— ¡Claro!
—…
—Gracias don —dijo besando en la mejilla al hombre que le había devuelto la esperanza.

En un paso entre caminando rápido y corriendo despacio avanzó al jardín. La buscaba entre unos pinos, entre las áreas verdes. Iba buscándole de manera perpendicular a ella. Como el niño que se pierde en el supermercado, que busca a sus padres con desespero por los pasillos y se estrella de frente con ellos porque ha estado buscando mal. Así le encontró frente a él. 

Ella sonreía y abanicaba la mano para llamar su atención. Él recordó que estaba embrujado tan pronto pudo divisarle. Ahora llevaba un vestido azul, pero esta vez (y este detalle le encantó), no llevaba zapatillas, iba descalza. Entre tanta gente con sus ropas caras, ella estaba descalza por el jardín. Esto le pareció tan definitivo que decidió quitarse los zapatos e irse con ella. La convención había empezado pero qué más daba. Estaban descalzos sobre el pasto. Caminaron hasta un pequeño picnic que se habían montado ella y sus amigas sobre el pasto. Una de ellas dormía como un bebé, otra lanzaba miradas sugestivas a la rubia en señal de cizaña. ¿Y a ellos? Les importó lo mismo que el viento a esos enormes árboles que les rodeaban. 

Había un vestigio de tristeza en su mirada que intrigaba a nuestro enamorado. Aunque había decidido que no le importaba. Que la tontería de no conocerse, ni saber antecedentes ni nada importaba un carajo porque estaban hasta los dientes de lo mismo y querían que nunca dejara de reverdecer aquel lugar.  Que sus labios se encargaran de las dudas. Un beso interrumpido por una expresión de sorpresa, seguida por una risa nerviosa que Vienna arrojó. Había también un sentimiento de paz en sus sonrisas que daban una tranquilidad que solo da la música que es tocada frente al mar; un sentimiento de pertenencia.

La convención llegaba a su fin y ellos debían partir. Él le propuso una aventura para acompañarse lo que pudiera durar aquel cuento y ella aceptó. Le dijo que esperara ahí, que solo iría por un par de cosas dentro del local. El hombre le prometió esperarla en una banca afuera, en el jardín. 

El sol se ocultó tras unas nubes grises y dejo caer la lluvia. Diluviaba. La gente empezó a correr hacia sus automóviles, algunos hacia la avenida donde el chofer los recogía, una rubia descalza también subió al taxi y se marchó con sus amigas. Alcanzó a ver la escena pero estaba perdido en sus historias que iba tejiendo. Estaba sereno bajo la lluvia, esperando. El jardín se hacía un lienzo hermoso donde la lluvia descendía sobre el césped y una melodía natural amenizaba el rato. La gente miraba extrañada al hombre que disfrutaba mojarse bajo la lluvia. El joven de veinte y tantos con tantos problemas sonreía enamorado. 

Corrían a refugiarse y el joven esperó ahí, empapado en una banca hasta que anocheció. Se supo resiliente cuando abandonó aquel jardín. Volvió a aquel sillón, a una pizza, a sus problemas triviales y a endurecer un poquito el corazón. Renunció a sus quimeras y reanudó su vivir. 

Comentarios

  1. Esto puede pasarle a cualquiera pero todo depende de cómo tomes las experiencias... me da curiosidad que pensaba Vienna (la versión de ella)

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    1. Totalmente de acuerdo. Como el autor, sé que pensaba ella, pero quise contarlo desde la perspectiva del hombre para fines dramáticos. Saludos.

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    2. Los privilegios del autor, el autor sabe siempre que quiere la historia completa pero el lector solo tiene lo que el escritor quiere contar... Concuerdo con la lógica de que perdería el dramatismo desde la perspectiva de la chica. Saludos también para ti.

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