El Hombre Espacial.

En la nada apareció alguien.  En la absoluta nada, obscura e indistinta, ausente y enigmática, un traje blanco irrumpió la escena. Un viajero a la deriva sin control de su destino ni de la dirección que tomaría, giraba a merced de la suerte del abismo.

Era un traje hecho especialmente para viajes espaciales. Parecía estar acolchado a la vista, pero revelaba su rigidez al tacto. Portaba un casco con un visor de cristal resistente en la parte del rostro. Aunque en su mayoría era blanco, ciertos espacios estaban manchados con sustancias lodosas de infortunios pasados. Su visera también había experimentado choques dejando diminutas grietas amenazas que nublaban su visión. En su manga izquierda alguna vez llevó una bandera que hoy sólo era un parche negro y quemado. 

Llevaba a cuestas  el único suministro que le quedaba para seguir viviendo: un moribundo tanque de oxígeno. Hacía mucho que estaba marcando estado crítico, pero ¿qué más haría? Es decir, ni siquiera podía decidir detenerse por sí mismo, debía esperar que la suerte pusiera algún asteroide de tamaño considerable para poder chocar contra él y quedarse quieto, quieto, quieto. Aferrándose con sus extremidades a ese trozo de roca para no agitarse tanto y adelantar su destino. 

Encendía el transmisor de radio cada 2 horas. Cuando su reloj marcaba el tiempo, apretaba un pequeño interruptor y repetía la misma frase: “Hombre a la deriva a estación de control: auxilio”. Varias horas atrás dejó de hacerlo con ganas. Estaba ahora redimiendo su mente y aceptando que en cualquier momento, alguna astilla de asteroide se incrustaría en su visera y sellaría su misión como terminada.  

Y en ese momento, dando vueltas por la inmensidad del vacío, el Hombre dijo en voz alta, reprochándole a su suerte, encendió la radio y dijo:

“No hay nada.  Todo es muy injusto.” 

En un bolsillo exterior de su pantalón, llevaba guardado  un pedazo de roca espacial con el filo suficiente para acabar de estrellar el cristal que lo mantenía con vida. Con todas sus fuerzas, que no eran tantas, estrelló la astilla en el cristal y la grieta en el vidrio se hizo más grande y pronunciada.

Tocó la casualidad que antes del segundo intento, un planeta enano apareció en su vista, era tan enano que podía confundirse con un asteroide. Cuando el hombre lo vio, ponderó la situación. Podría morir allí en paz o quizá por alguna gracia universal, encontrar algo más. 

Miraba al planetita cada que sus giros le permitían. De nuevo intentó aletear, olvidando que eso era inútil. Quería ver si podía encontrar una forma de acercarse. 

Una lluvia de meteoritos pasaba cerca y él esperaba que alguno estuviera al alcance de su mano. Y entonces, mientras aleteaba pudo ponerse en la trayectoria de un asteroide un poco más grande que su cuerpo. Se aferró con su diestra a el y este empezó a tirar de su cuerpo por el abismo. Lo arrastraba mucho más rápido que lo que podía manejar su mano, así que incrustó ambas manos en el meteoro y pataleó para posar sus piernas sobre la roca también. Entonces estando allí, gateó y posó sus asentaderas sobre el suelo y giraba con el trasero contra la piedra. 

Estaba allí en medio, sentado en este asteroide, divisando el planeta que podría ser su salvación. Esa también podría ser su muerte, incluso peor que la muerte espacial. Si esto sucediera antes de entrar a la atmósfera, su cuerpo se descomprimiría en los primeros segundos, se evaporarían los líquidos corporales como sudor, sangre, agua. El cuerpo se inflaría cual globo para morir de una vez por todas pasados los treinta segundos. Y entonces quedaría ahí flotando sidéreo.  

Si lograba llegar a la atmósfera, entonces la gravedad podría prenderlo en llamas y finalmente desintegrarlo antes de tocar la superficie. Pero era una atmósfera inexplorada de un planeta desconocido que quizá se comportaría diferente.  

Sentado estaba y su mente pensaba. Aun entrando a la atmósfera planetaria, el aterrizaje lo mataría, a menos que por alguna gracia astral, cayera en alguna superficie diferente o líquida. Quizá algún planeador improvisado que pudiese ingeniar de su traje y los restos de herramientas que no se habían desgastado aún.

Así que se volvió contra el asteroide en el que estaba sentado. Se puso sobre sus cuatro extremidades y presionó sus pies contra el suelo con tanta fuerza como pudo. Jadeaba un poco y soltó sus brazos. Gritando se impulsó con sus pies hacia el planeta enano a la distancia y penetró el espacio.

En pleno viaje, la velocidad disminuía a pocos metros de la atmósfera.  Perforó el tanque de oxígeno con la astilla y siguió hacia adelante gracias al momentum que creó el gas propulsado del tanque. Entonces empezó a sentir la presión sobre su cuerpo. Miraba el suelo naranja frente a él. Las grietas de la visera se hicieron más a medida que la presión lo iba consumiendo. Seguía sin control sobre sus giros. Sintió un alivio liberador cuando el cristal frente a su rostro se quebró en pedacitos. Entre los fragmentos de vidrio pudo ver la negrura tras de sí y giró hacia el suelo naranja entre nubarrones. Entonces todo se volvió oscuro. 

La radio emitió otro mensaje:

"Hombre espacial HT-11 a estación de control: Hay algo aquí. Esto es magnífico."


Comentarios

  1. Esto pudiera interpretarlo en tantos sentidos como por ejemplo a veces arriesgarse a lo desconocido puede resultar maravilloso o quizás no, solo lo sabremos si nos arriesgamos.

    Como siempre fue un relato espléndido gracias por compartirlo con nosotros .

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    1. Muchas gracias por leer el cuento. No debería decirte que tienes o no tienes razón, pero es un punto de vista muy interesante.

      Los riesgos son lo que le dan tintes intensos a nuestra vida. Al final, ¿qué sería de ella sin estos?

      ¡Un saludo!

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    2. Gracias, por supuesto que yo sólo comento lo que me inspira lo que acabo de leer, pues lo que escribes solo tu sabes de dónde viene.

      Y agradezco también lo mucho que respetas las opiniones sinceras que te dejamos por aquí.

      Siempre es un placer leerte, Saludos.

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