Casa de trueque.
Después de haber
ido a todos los bancos pidiendo compasión por él sin resultados, decidió entrar
en un establecimiento pequeño. Se encontraba entre dos grandes tiendas de
antigüedades y solo tenía una cortina de acero como protección. Las
vitrinas polvorosas y escuetas no daban muchas esperanzas. Detrás de
un mostrador vacío una mujer leía el periódico.
—Buenos días.
—Bienvenido
—respondió sin despegar su vista de la revista que leía.
—Escuché que aquí
puedo conseguir algo.
La mujer lo barrió
con la mirada.
—Eso depende ¿qué
tan desesperado está?
—Mucho. He ido a
todos lados y dicen que no soy rentable. He buscado en bancos, prestamistas,
gente de dudosa procedencia, familiares, amigos y ya no…
La mujer se
levantó y caminó a una pequeña puerta que estaba tras ella.
—… la verdad
si no consigo algo pronto —el hombre continuaba su historia sollozante— ella
morirá.
—¿Cuenta con el
formulario?
—¿Formulario? ¿Se
refiere a esta hoja que me dio un amigo? —le mostró una hoja con orificios en
las orillas y números que había llenado a mano.
—Baje las
escaleras. Encontrará un ascensor. Tómelo.
El hombre estaba
secándose las lágrimas y agradeciéndole a la mujer su ayuda. La mujer hizo la
mueca condescendiente de una olvidada sonrisa y volvió a su
revista.
El
hombre bajaba por las escaleras. No había ninguna luz. Se
aferraba con ambas manos a los barandales de la misma por miedo a caer en la
nada. Escalones sobraban y ya no veía la lucecita tenue debajo de la puerta por
la que había entrado. Estaba en completa negrura. El corazón corría deprisa. El
agarre a los barandales se dificultaba por lo sudorosa de sus manos. De pronto
el respirar se hacía una lucha. No era el momento de ataques de pánico y la
hiperventilación comenzaba a hacerse evidente. Era su única oportunidad antes
de darse por vencido, por eso siguió descendiendo. Un escalón le resultó más
pequeño y cayó por los peldaños hasta terminar en el suelo. Reposó el dolor
unos minutos hasta poder levantarse de nuevo.
Frente
a él había una lúgubre farola junto a una puerta dorada. Antes
de entrar tomó un vistazo alrededor. La luz que emitía la lámpara solo dejaba
ver hasta un diámetro de unos tres metros. El suelo tenía una linda alfombra,
no tan blanda como pudo comprobar con sus mejillas al caer sobre
ella. Fuera de eso solo había oscuridad. Detrás de él las escaleras
se desvanecían en la penumbra.
Abrió
la puerta y entró a un recibidor con decoraciones victorianas impecable. Había
una pequeña sala, bien alumbrada y un olor a incienso peculiar. A través de la
sala se encontraba un elevador antiguo. No había nadie más.
Entró al ascensor.
Solo había un botón. No podía decir con certeza si estaba ascendiendo o
descendiendo. La ansiedad volvía. Solo sentía moverse todo su
entorno. Cuando empezaba a marearse de manera preocupante, todo se
detuvo y la puerta se abrió nuevamente.
Un
recibidor con piso de mármol y molduras doradas. Caminó
y pudo ver la entrada a otro lugar. Su determinación lo hizo caminar por ese
lobby sin prestar atención a los acabados de oro y los elegantes muebles que lo
adornaban. Detrás de un escritorio, alguien le dio la bienvenida y le dijo que
pasara adelante. Sus zapatos hacían eco en las paredes debido a la suela de
cuero impactando al caminar. Abrió la puerta hacia un espacio
sumamente grande.
Estaba
en lo que parecía ser un banco. Tenía el tamaño de una
estación de trenes y con ventanales tan enormes como para que dos vagones de
tren cupieran verticalmente y que filtraban la luz hacia el interior. Había
muchos escritorios y un área al fondo de ventanillas. Detrás de las ventanillas
también había muchas puertas donde entraban y salían los trabajadores.
Llegando
a las ventanillas vio grandes filas de personas de todo tipo. Tomó
lugar en la que pudo divisar era la menos poblada.
Estando
allí, solo dudaba de su propia realidad en este momento. Pasados
los minutos gente se ponía detrás de él igual de consternados que él. Sin
embargo, los que estaban frente a él parecían certeros.
—Disculpe, buenos
días.
—Tardes —corrigió
el caballero de frente.
—Cierto, tardes.
Tengo una pregunta ¿dónde estamos?
—Esta es la casa
de trueque. Funciona similar a una casa de empeño.
—Correcto.
“¡Siguiente!”
irrumpió la señorita en ventanilla.
Paró bien la oreja
para poder escuchar la conversación.
—Necesito
dinero. Me metí en problemas con la gente equivocada y si no pago mi familia
terminará pagando las consecuencias.
—¿Cuánto está
dispuesto a pagar por eso? —inquirió la señorita.
—Veinte.
—¡Procesando
veinte años de vida! —decía en voz alta como para que la escucharan los
caballeros que pasaban detrás de ella. También tecleaba en una máquina de
escribir frente a ella.
Un hombre venía a
su lado y le entregaba un sobre amarillo. Ella lo abría, se acomodaba las gafas
y musitaba un poco.
—Lamento
informarle que no es posible. Usted no cuenta con veinte años por delante.
Puedo ofrecerle una solicitud de empleo en cambio. Trabajará lo que le queda de
vida en estas condiciones y su deuda será pagada por un ejecutivo en el campo.
—¿Habrá
vacaciones? —respondía el hombre.
—Lo lamento, el
trabajo es definitivo. Contará con salud y juventud hasta que llegue
el fin de su contrato.
—Todo el tiempo
que me queda —corroboró.
—Así es. Por el
momento no puedo ofrecerle nada más.
Sin pensárselo
mucho el hombre se negó y dos guardias lo escoltaron hacia la
salida.
—¡SIGUIENTE!
—Buenos días
—dijo.
—Tardes —corrigió
la señorita.
—Cierto, tardes.
—¿Quiere hacer un
trámite, supongo?
—Supongo —decía
mientras observaba el dorso sus manos—. Verá, ella es todo lo que me queda
y la estoy perdiendo. Necesito saber que estará bien.
—¿Qué es lo que
desea que se efectúe por parte de la Empresa? ¿Tiene el formulario?
—Mi amigo solo me
dijo que llenara esto —decía mientras deslizaba una hoja doblada por la
superficie de mármol.
La señorita
ingresaba el formulario por una máquina antigua que leía los pequeños códigos
de barras y agujeros que tenía el papel por las orillas.
—Listo. ¿Cuánto
quiere cambiar?
—Si hay alguna
garantía de que funcione, doy todo lo que me quede.
Cuando dijo esto,
las mujeres que atendían las ventanillas aledañas hicieron pausa para verle
bien. La mujer que le atendía tomó un teléfono de disco y marcó una
extensión. Solo dijo que le mandaría a alguien enseguida y colgó.
Un
hombre de traje llegó por su costado y le dijo que lo acompañara a una sala
hacia la izquierda junto a los grandes ventanales. El
esperaba ver con claridad a través del cristal cuando estuviera cerca, pero
solo pudo ver un brillo blanco con bordes amarillos que era difícil de fijar en
la vista sin sentir incomodidad.
—¿Señor?
—interrumpía el hombre frente al escritorio—. Puede tomar asiento— señalaba
frente a sí un sillón acolchado capitonado que recordaba a la sala victoriana
de hace rato.
—Dígame.
—El formulario que
llenó, ¿sabe lo que implica?
—Sé que daría todo
por que se llevara a cabo.
—Muy bien. Es mi
deber corroborar con usted que sabe los detalles. Entiende que lo que está
solicitando no es un préstamo ni un aval ni mucho menos; es un trueque. Una de
las partes implicadas sería usted, obviamente. La otra parte…
—Entiendo
—Interrumpió el hombre—, estoy consciente de esto y estoy de acuerdo.
—Excelente.
Entonces puede pasar a al fondo, al final del pasillo allí encontrará su
vestimenta y lo necesario.
Estrecharon las
manos. Al ir camino a la puerta final, el hombre se sentía mareado, aturdido y
caminaba despacio. Recordaba a la sensación de haberse despertado sin saber
bien dónde ni cuándo. Abrió la puerta por inercia y encontró un vestidor. Se
ponía las prendas y con cada prenda que vestía, su vida se iba desvaneciendo de
su memoria. No sabía si estaba soñando su vida o viviendo una resaca
monumental.
Terminó de
vestirse. Vio el espejo y encontró a un hombre parecido a alguien sin poder
identificarle con certeza. Llevaba un traje ejecutivo y en el bolsillo interior
del mismo una hoja doblada con un número grande en la esquina superior
izquierda, unas preguntas escritas y unos códigos numéricos que le hacían
perfecto sentido. Salió de allí y caminó hacia los ventanales sonriente y giro
a la izquierda, caminó por detrás de las ventanillas hasta encontrar el número
que estaba escrito en su hoja y tocó al hombre que atendía esa posición.
—Se ha hecho el
trueque —le decía mientras sonreían ampliamente con un vacío en sus ojos.
Se acomodó en su
sitio y empezó a leer las palabras de la hoja. Escuchaba a los desesperados que
llegaban e introducía códigos en su máquina analógica que parecía un fax.
Incluso al poco tiempo presionaba a los que se dilataban en aproximarse a la
ventanilla. Su compañera de la derecha le aseguraba que con el tiempo ya no
tendría que leer la hoja salvo en peticiones especiales o si debía hacer un
trueque o cualquier otra cosa que implicara una llamada por teléfono.
El
tiempo se hacían años y los años se hacían como sueños borrosos que no se
definían realmente. Entonces alguien le tocó el hombro.
Le informaron que se ha hecho el trueque. Sonreía sin saber por qué y se
dirigió al ventanal. Uno de estos se abrió, la luz le molestaba los ojos y
pensó en no salir, como quiera, el hombre del escritorio le tomó por el brazo y
lo acompañó afuera.
—¿Recuerda algo?
—decía el hombre del escritorio.
—…
El hombre solo
estaba viendo lo que parecía un autobús que flotaba entre los edificios y unas
luces enormes en los cielos que simulaban lo que, dudaba, eran carreteras.
—¿Que si recuerda
algo? —insistía el del escritorio.
—No… estoy…
seguro…
—Bien, fue una
noche larga hombre. Mezcló muchas cosas.
—¿Sabe la
sensación de cuando se pierde algo y se gana algo? Esa de cuando se hace lo
correcto con sacrificios. Yo, —su respiración se agitaba—, yo no recuerdo haber
ganado mucho. Siento que no pertenezco aquí. No reconozco nada.
—Es una lástima
—aseguraba el del escritorio—. Me hubiera gustado que lo lograra, ¿creería que
era de mis favoritos? —hizo una pausa para chasquear los labios— Lo que le
puedo decir es que sí ganó, hizo algo muy bueno. ¿Puede ver aquella lámpara de
la esquina?
En su confusión,
el hombre volteó a buscar la lámpara y recordó el brillo de los ventanales y lo
que había escrito en el formulario. No estaba seguro como había llegado a este
sitio, pero estaba satisfecho con sus acciones.Entonces esa blancura de la luz
le invadió su mente.
En
la acera, el hombre cayó sobre su rostro con un orificio pequeño en la nuca. Y
el del escritorio guardaba en su saco algo con el grosor de un bolígrafo pero
con un pequeño mango y un espacio para cargarle balines o alguna otra munición.
Regresaba por la puerta de los ventanales hacia su escritorio para sentarse y
pensar un poco en lo sucedido. Suspiró. Tomó el teléfono de disco e hizo una
llamada.
—Solo para
informar que la reintegración sigue fallando. El último trueque no estaba
borrado por completo. —Al otro lado de la línea una señora tecleaba con
rapidez todo lo que el hombre le dictaba — Informar a los
reclutadores de asegurarse de que los candidatos sean susceptibles al proceso.
¿Qué más? —revisó sus apuntes— Ah, y necesitamos a limpieza de personal en la
avenida. Eso sería todo, muchas gracias.
—Por supuesto
jefe, en seguida —respondió una voz femenina.
Este tipo de historias surrealistas me atrapan, y la forma en que se narran aquí es muy adictiva, esta me recuerda a otra de tus historias de hace tiempo, no recuerdo el nombre pero la voy a buscar y comentar por si alguien más le da curiosidad.
ResponderBorrarYa lo encontré es "MISCELÁNEA UNDERWOOD" de Agosto del 2018
BorrarWow! Gracias por leer y volver a leer mis cuentos y escritos.
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