Nadando en el cielo.
Había una vez dos niños que estaban parados en la arena frente a dos palmeras que se elevaban paralelas hasta tocar el azul del cielo. Y las ramas rosaban con sus hojas el azul más oscuro, ese que solo se puede tocar cuando subes muy alto. Y ahí los dos niños inclinaban su cabeza hasta atrás para diviasar la punta de esas ramas.
Se miraron un instante el uno al otro. Uno de ellos asintió con la cabeza. El segundo asintió, pero con una pregunta en sus cejas. El otro corroboró con una mueca traviesa. Entonces el segundo negó sacudiendo la cabeza.
El que decía que sí pegó un brinco que se extendió hasta pasar las últimas ramas de la palmera y cayó del otro lado. El segundo lo veía con la boca hasta el suelo de sorpresa.
—¡Ya casi me sale, Juanjo! Si lo intento otra vez, puede ser que me quede arriba.
Se encorvó un poquito y flexionó sus piernas para quedarse como si fuera una rana. Se quedó viendo hacia arriba más allá del tronco café de las palmeras y de sus ramas verdes: estaba viendo lo profundo del azul del cielo. E hizo la fuerza al suelo como para empujar el planeta entero hacia el espacio y con eso, despegó. Pasó con facilidad la copa de los árboles y rozó el azul hasta llegar a un color náutico, más oscuro, más indefinido y se detuvo: estaba flotando.
—¡¡JUANJOOO!! ¡VEN CONMIGO! —decía mientras miraba desde el cielo a su amigo como un pequeño punto a un lado de dos puntos verdes más grandes, las dos palmeras.
Juanjo no se movía de su sitio, por lo que decidió bajar.
—Juanjo, ¿qué pasa?
—Marilú —respondía Juanjo—, es que... Creo que... No sé si yo pueda volar.
—¡¿Qué dices?! Pero ni siquiera lo has intentado. Vamos, inténtalo.
Juanjo sacó la lengua como había visto en la televisión que hacían para que algo te saliera bien. Apretó el trasero lo más que pudo y pegó un brinco. Apenas y se elevó un poquito del suelo y cayó de sopetón. Marilú lo miraba con cejas preocupadas. Le dijo que lo intentara más hasta que le saliera, pero parecía que entre más saltaba Juanjo, menos se elevaba. Lo intentó hasta llegar a solo pegar un zapateado y zangolotearse en desespero. Marilú fue y le puso las manos calmadas sobre sus hombros y le recordó que respirara profundo, algo que había visto a su mamá hacer.
Juanjo no se movía de su sitio, por lo que decidió bajar.
—Juanjo, ¿qué pasa?
—Marilú —respondía Juanjo—, es que... Creo que... No sé si yo pueda volar.
—¡¿Qué dices?! Pero ni siquiera lo has intentado. Vamos, inténtalo.
Juanjo sacó la lengua como había visto en la televisión que hacían para que algo te saliera bien. Apretó el trasero lo más que pudo y pegó un brinco. Apenas y se elevó un poquito del suelo y cayó de sopetón. Marilú lo miraba con cejas preocupadas. Le dijo que lo intentara más hasta que le saliera, pero parecía que entre más saltaba Juanjo, menos se elevaba. Lo intentó hasta llegar a solo pegar un zapateado y zangolotearse en desespero. Marilú fue y le puso las manos calmadas sobre sus hombros y le recordó que respirara profundo, algo que había visto a su mamá hacer.
Lo tomó de la mano y emprendió vuelo por segunda vez. Llevaba como cola de papalote a Juanjo agarrado a su mano haciendo contrapeso. El despegue se llevó a cabo sin complicaciones pero en pleno vuelo Juanjo se deslizó entre los delicados dedos de Marilú. Ella casi reventó las venas de cuello al gritar mientras él se hacía pequeño en la inmensidad azul del mar y se detuvo abruptamente con la salpicadura que hizo en el agua. Ella se clavó hacia el horizonte de agua con lo poco que sabía de vuelo e intentó nadar, pero apenas y se pudo sumergir. Aleteaba los brazos inútiles a desesperarse y salió a respirar. Entonces sintió lo que parecían unos dientes presionando su pantorrilla debajo del agua y que la tiraba hacia la orilla. Arrojaba alaridos y movía las manos intentando volver al aire. Pateó con su otra pierna con las fuerzas que le quedaban y Juanjo salió del agua.
—¿Por qué me pegas? Trato de sacarte del mar —reclamó Juanjo que salía del agua.
—¿Puedes nadar? —preguntó Marilú con los ojos bien abiertos.
—Creo...
—¿Y me puedes enseñar? —dijo Marilú, que le fascinaba el mar desde que lo conoció.
Todos los días desde esa tarde se veían en la playa y Marilú lo llevaba por los aires hasta que inevitablemente Juanjo caía al mar. Ahí, Juanjo llevaba a Marilú por el mar, pero solo hasta que le hacía falta volver a tomar aire. Los atardeceres fueron irrepetibles y tantos que ya no intentaban aprender uno a volar y la otra a nadar, ahora solo se sentaban en la playa, a hablar de lo que se sentía.
—Cuando vuelo —contaba Marilú— siento como si estuviera soñando y nada es imposible.
Juanjo le miraba el brillo de sus ojos que pintaba el sol que moría a la distancia.
—¿Por qué me pegas? Trato de sacarte del mar —reclamó Juanjo que salía del agua.
—¿Puedes nadar? —preguntó Marilú con los ojos bien abiertos.
—Creo...
—¿Y me puedes enseñar? —dijo Marilú, que le fascinaba el mar desde que lo conoció.
Todos los días desde esa tarde se veían en la playa y Marilú lo llevaba por los aires hasta que inevitablemente Juanjo caía al mar. Ahí, Juanjo llevaba a Marilú por el mar, pero solo hasta que le hacía falta volver a tomar aire. Los atardeceres fueron irrepetibles y tantos que ya no intentaban aprender uno a volar y la otra a nadar, ahora solo se sentaban en la playa, a hablar de lo que se sentía.
—Cuando vuelo —contaba Marilú— siento como si estuviera soñando y nada es imposible.
Juanjo le miraba el brillo de sus ojos que pintaba el sol que moría a la distancia.
—¿Tú qué sientes cuando nadas?
—La verdad —reía Juanjo—, siento que vuelo. Creo que es lo más parecido que estaré de sentir a lo que tu sientes. Entre las nubes, surcando las estrellas...
—Nunca he subido tanto —interrumpió Marilú.
—Solo es cuestión de tiempo —aseguró Juanjo—. Hay algo que pasará sin importar lo que hagamos, que iremos más allá de lo que ahora creemos que es nuestro límite: aquella nube —apuntaba con el dedo una pequeña nubecilla en el cielo— o más allá de la oscuridad de la profundidad del océano. Sé que tu sientes lo que yo, que estar en tierra firme ya no es suficiente. Necesitamos más, yo mi agua y tú tu viento, que otra cosa.
—La verdad —reía Juanjo—, siento que vuelo. Creo que es lo más parecido que estaré de sentir a lo que tu sientes. Entre las nubes, surcando las estrellas...
—Nunca he subido tanto —interrumpió Marilú.
—Solo es cuestión de tiempo —aseguró Juanjo—. Hay algo que pasará sin importar lo que hagamos, que iremos más allá de lo que ahora creemos que es nuestro límite: aquella nube —apuntaba con el dedo una pequeña nubecilla en el cielo— o más allá de la oscuridad de la profundidad del océano. Sé que tu sientes lo que yo, que estar en tierra firme ya no es suficiente. Necesitamos más, yo mi agua y tú tu viento, que otra cosa.
—Como si tú mar fuera mi viento —complementó ella—. Cuando estoy volando, a menudo pierdo la noción del espacio y veo las estrellas y quiero subir a ellas sin darme cuenta que en realidad es el mar sin olas que refleja el brillo de las estrellas; el cielo es como mi mar, Juanjo. Creo que es lo que tu sientes, de alguna forma estoy nadando en el cielo.
—Y yo siempre que pienso en el cielo, pienso en ti.
Marilú se quedó de una pieza. Juanjo sabía que había hecho algo arriesgado. Ambos decidieron seguir intentando sin éxito aprender a coexistir. Y pasando los soles y atardeceres llegaron a la conclusión que no podrían seguir forzándose, ambos necesitaban estar en su elemento para seguir viviendo plenos.
Así que en aquella orilla, se despidieron. Mientras las nubes doradas se reflejaban sobre las olas, el mar y el cielo se daban un beso de despedida en la arena. Marilú despegó y se perdió entre las nubes y Juanjo se sumergió y nadó hacia el atardecer sabiendo que jamás podría regresar el tiempo pero, si no dejaba de nadar en esa dirección, creía congelar el ocaso que enmarcaba la sensación de llenarse de Marilú, tomando toda la vida posible antes de nadar su vida. Y nadaba observando el cielo para ver si la miraba volar, sin saber que ella volaba con la vista puesta en la mar.
—Y yo siempre que pienso en el cielo, pienso en ti.
Marilú se quedó de una pieza. Juanjo sabía que había hecho algo arriesgado. Ambos decidieron seguir intentando sin éxito aprender a coexistir. Y pasando los soles y atardeceres llegaron a la conclusión que no podrían seguir forzándose, ambos necesitaban estar en su elemento para seguir viviendo plenos.
Así que en aquella orilla, se despidieron. Mientras las nubes doradas se reflejaban sobre las olas, el mar y el cielo se daban un beso de despedida en la arena. Marilú despegó y se perdió entre las nubes y Juanjo se sumergió y nadó hacia el atardecer sabiendo que jamás podría regresar el tiempo pero, si no dejaba de nadar en esa dirección, creía congelar el ocaso que enmarcaba la sensación de llenarse de Marilú, tomando toda la vida posible antes de nadar su vida. Y nadaba observando el cielo para ver si la miraba volar, sin saber que ella volaba con la vista puesta en la mar.
Siempre que miro el cielo, siento que estoy mirando el mar.
ResponderBorrarComparto el sentimiento. Las sensaciones que generan son similares. Gracias por leerme, Flor 😅
BorrarEsto es madurar señores, no podemos forzar a nadie a estar en nuestro elemento, dejarlos ir si su felicidad no está donde nosotros estamos no significa que dejamos de quererlos.
ResponderBorrarMuy bello relato ¿Es un cuento?
Sí, está pensado como un cuento, aunque no estoy seguro que llene los requisitos. Y sí, es un cuento con un mensaje muy actual.
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